Algarabía

Reflexiones sobre la cruda: esa terrible factura que debemos pagar al otro día de tomarnos unas copas

Resulta indignante que aún no se haya descubierto un remedio realmente eficaz para esa terrible dolencia que es la cruda.

Resulta verdaderamente indignante que a la mitad de la segunda mitad del siglo XX, cuando el hombre ha llegado a la Luna, y se hacen portentosos trasplantes de órganos vitales, y se ha generalizado el uso de la minifalda, y se puede hablar por teléfono con el Tibet, resulta indignante, repito, que aún no se haya descubierto un remedio realmente eficaz para esa terrible dolencia que es la cruda.

Los españoles la llaman “resaca”, los centroamericanos “goma”, los venezolanos “ratón”, los colombianos “guayabo”, los franceses “bouche à bois” —boca de madera— y los yanquis “hangover”, es decir, lo que cuelga o arrastra. Todos son términos muy expresivos, lo cual denota que los síntomas de la tétrica indisposición son universales, como también es universal la imposibilidad de curarla rápida, eficaz y definitivamente.

Lo más extraño del caso es que existen tantos supuestos remedios como pacientes. Cualquier ciudadano normal admite su ignorancia sobre la Carta de las Naciones Unidas, el álgebra o la declinación de los sustantivos alemanes; sin embargo, no hay hijo de vecino que no pretenda saber cómo se cura una cruda. Lo mismo sucede con el hipo: todo el mundo asegura tener un remedio para quitarlo. Pero tanto el hipo como la cruda, hermanos míos, no desaparecen así como así.

Es curioso advertir que esta espantosa afección —me refiero no al hipo, sino a la cruda— siempre provoca regocijo en aquellos que no la sufren, pero que la contemplan en un prójimo. Nadie se solaza ante un enfermo de gastroenteritis, a menos de ser médico, o que el paciente sea un miembro de la familia política o el jefe. En cambio, basta que se sepa que algún desventurado se debate en las garras del monstruo pálido, para que todos quienes lo rodean experimenten gran hilaridad y el deseo incontenible de sugerirle algún remedio.

—Vete al baño de vapor —le dice un compañero de oficina— y quédate quince minutos bajo la regadera de agua hirviendo y luego otros quince bajo la de agua helada. Después un masajito y a la salida te bebes una cerveza bien fría.

—Nada de eso —interviene otro—. Lo mejor son unos chilaquiles muy picantes y una taza de café negro.

—Tampoco —dice el que ha viajado por Europa—. Lo mejor es un copazo de ginebra con agua quinada. Con eso se desayunaba Churchill, que era el campeón mundial de las crudas.

—O inhalar oxígeno —sugiere el de más allá—. No hay como el oxígeno para estos casos. Eso es lo que hacen los pilotos de aviación cada vez que agarran una trompa y tienen que volar al día siguiente.

Lo malo es que todos estos sanos consejos se dan a media mañana y en la oficina, cuando el paciente suda frío y siente que se le salta el estómago nada más pensar en comida, y cuando no tolera más ejercicio violento que el de sacar el pañuelo para enjugarse la frente.

Pero aun cuando estuviese en condiciones de aplicarse todos los remedios, lo más seguro es que su padecimiento continuaría la trayectoria normal, con sus altas y bajas, sus momentos de náusea y de horribles palpitaciones, su sed abrasadora e indiscreto temblorín. Y con el complejo de oler a caño.

Dios mío, si en la borrachera te ofendo, en la cruda me sales debiendo.

Refrán popular.

Claro está que hay toda clase de crudas. Todo depende del revoltillo que se haya hecho la noche anterior y del estado del hígado del enfermo: las hay leves y discretas, susceptibles de ser ahuyentadas con un simple alka-seltzer. Otras, de mediano calibre, sólo producen jaquecas y bascas matinales. Las de 7o. grado en la escala de Mercalli ya son de cuidado: traen aparejados escalofríos y pulso trémulo, se oyen voces y el paciente es capaz de subirse con el automóvil a la acera si le ladra un perro. Yo muchas veces me he agachado al ver pasar un pájaro, creyendo que era una pedrada. Y las hay de muerte: aquéllas en que se babea verde, se ven —y, lo que es peor,— se sienten sombras; en que la temperatura asciende a los 40 grados centígrados y súbitamente desciende a 30; en que se escuchan imaginarias campanas y se tiene la sensación, al caminar, de que se van bajando escaleras.

Lo peor del caso es que no existe compasión para el infeliz del crudo. En la oficina le duplican el trabajo y le presentan problemas que aun en buen estado de salud hubieran sido complicados. Lo visitan parientes y amigos notoriamente abstemios. Lo llama a acuerdo el jefe. Tiene que almorzar en casa de los suegros. Y al llegar a su propio hogar, cuando más necesitado está de comprensión, cariño y reposo, su mujer lo pone a cuidar niños y a cambiar de sitio el mobiliario.

¿Por qué, Señor, la ciencia médica, que ha avanzado a pasos de gigante, es incapaz aún de resolver el problema de la cruda? ¿Cómo puede concebirse que exista curación para la nefrolitiasis y la pericarditis supurada, y no la haya para esta terrible dolencia? ¿Es que acaso los médicos no saben lo que significa levantarse de mañana sintiendo que se hunde el piso y que en la base del cerebelo se libra la batalla de Stalingrado?

Lo que unió el alcohol, que no lo separe la cruda.

Vox populi.

Claro está que los moralistas dirán que el mejor remedio para el mal de la mariposa negra es la supresión de la bebida. Pero esto resulta tan absurdo como recomendar a los enfermos de pulmonía que se acabe con las corrientes de aire que los tumbaron en cama: el mal ya está hecho.

Yo exhorto a los médicos del mundo a que se dejen de andar persiguiendo virus exóticos o ideando operaciones del nervio glosofaríngeo y que se lancen de una vez por todas a descubrir un remedio pronto y definitivo para la feroz cruda. La actual generación y las venideras los colmarían de bendiciones. Se les levantarían estatuas. Habría un Premio Nobel de Borrachos Agradecidos.

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