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Isabel II: 70 años. Las batallas de Felipe

En este texto, Leonardo Kourchenko refiere que la figura emblemática del Príncipe Consorte en la monarquía británica ha sido históricamente compleja y difícil de asumir.

La figura emblemática del Príncipe Consorte en la monarquía británica ha sido históricamente compleja y difícil de asumir. Sin rol concreto ni función específica, es simplemente el acompañante de su majestad, su pareja y el padre de sus hijos.

En términos llanos, pareciera que su función se limita a la de contribuir para la descendencia y la continuidad de la monarquía: producir uno o varios herederos. Nada más.

En realidad depende del margen de acción que la monarca, le otorgue.

En el siglo XIX la Reina Victoria contrajo matrimonio muy joven con un príncipe alemán, Alberto de Sajonia, Coburgo y Gotha -el mismo apellido que mantiene hoy la dinastía de la Casa Real de Bélgica.

El Príncipe Alberto, educado, modernista, con ideas claras en torno a la ingeniería, las máquinas de vapor y en general la industria en creciente desarrollo, imprimió un sello progresista a su función. En los tiempos en que la dominación masculina sobre la mujer era casi absoluta, Alberto ejerció profunda influencia -y en opinión de muchos biógrafos, extenso control sobre Victoria.

La reina lo veneraba por su inteligencia, su disciplina y su equilibrio ajeno a toda vanidad y abuso de poder, Alberto quería aprovechar su posición para promover un poderoso crecimiento a la economía del Reino Unido. Y lo logró, Victoria le concedió amplios espacios para su ejercicio como estadista en potencia, innovación, coordinación de iniciativas, construcciones e incluso, asesoría gubernamental.

Tuvieron 9 hijos, que se convertirían al paso del tiempo, en alianzas y monarcas en tronos europeos a lo largo del siglo XIX.

Alberto murió joven (42 años, en 1861) dejando a la Reina Victoria en un estado de abandono, soledad, luto permanente y, paradójicamente, libertad para hacer, decidir y elegir a su antojo.

Son históricas las relaciones de la Reina Victoria con dos de sus principales Primeros Ministros: William Gladstone con quien nunca congenió ni simpatizó, y con Benjamín Disraelí, a quien la unió una secreta complicidad y elegante cortejo poético por parte del Primer Ministro.

Desaparecido Alberto, Victoria sufrió su ausencia la vida entera, 40 años de viuda, pero al mismo tiempo, pudo ejercer a plenitud su reinado bajo la guía y educación que su príncipe alemán le había legado.

Desde esos años, la Gran Bretaña no había tenido otro príncipe consorte, hasta que Isabel se convirtió en reina (1952) casada ya por 5 años con Felipe, Duque de Edinburgo.

El joven príncipe extranjero, proveniente de la casa real de Grecia, con una familia destrozada por la revolución nacionalista que produjo la escapada de su padre el Rey a Francia, de su madre a una clínica mental en Suiza y sus hermanas dispersas en matrimonios con principados alemanes.

Se enlistó desde muy joven como cadete de la Armada Real Británica, bajo el ala protectora de su tío Louis Mountbatten.

Fue en esos años que Isabel lo conoció, al principio de la Guerra (1939) y por influencia del mismo tío Mountbatten que jugaría el rol de “hacedor de reyes”.

Felipe e Isabel son ambos descendientes de la Reina Victoria quien fue su tatarabuela. Una de las nietas de Victoria (Sophie) contrajo matrimonio con el Rey de Grecia (Constantino 1868-1923) y de ahí el parentesco. Felipe adoptó el apellido Mountbatten a su llegada a Inglaterra, al que tenía derecho por parte de su abuela paterna.

Los primeros 5 años de casados fueron -según los biógrafos- los momentos de mayor felicidad conyugal. La princesa Isabel, heredera al trono, ejercía pocas responsabilidades públicas, y estaba volcada en su esposo y el nacimiento de sus dos hijos, Carlos y Ana. Era la esposa de un oficial de la Armada, asistían a bailes y fiestas de oficiales después de la Guerra y en los inicios de la recuperación económica.

En 1952 esa etapa idílica de recién casados, donde Felipe ejercía su papel como cabeza de familia y esposo, se trastocó con la enfermedad y súbita muerte de Jorge VI. Isabel se convirtió en Reina de forma automática, y con ello, todo el enorme peso de la monarquía, la sucesión, la continuidad y la jefatura de estado se apoderó de su vida.

Muy pronto Felipe descubrió que su mundo estaría lleno de obstáculos y renuncias.

La primera fue a su carrera naval. Al convertirse en consorte real, debía estar al lado de su Majestad de forma permanente, sin cargo específico, trabajo, función u ocupación alguna.

Esto representó fricciones en el joven matrimonio por la personalidad impetuosa, emprendedora e independiente de Felipe.

La siguiente batalla, aún antes de la Coronación (1953) fue en torno al nombre de la dinastía. Felipe quería que sus hijos llevarán su apellido y propuso cambiar el nombre de Windsor por Mountbatten, un argumento que el propio tío Dickie (nombre familiar con el que se referían a Louis Mountbatten) favorecía con sobrado interés. Felipe escribió un memorándum al gabinete de gobierno comandado aún por Winston Churchill, solicitando la modificación en el nombre de la dinastía. La respuesta fue unánime: permanecerían con el Windsor, de tal forma que la Reina emitió un decreto real anunciando que sus descendientes serían conocidos como integrantes de la Casa Windsor durante todo su reinado. Felipe reaccionó furioso a la imposición, declarando más de una vez que era el único hombre en el planeta cuyos hijos estaban negados a llevar su apellido. “Soy solo una amiba” llegó a decir, que sirve sólo para la reproducción.

Isabel II amaba a su esposo y no pretendía en absoluto disminuir su importancia o herir su orgullo personal. Así que decidió que tuviera a su cargo la educación de sus hijos y la administración de todas las propiedades reales, castillos y casas de descanso (Windsor, Balmoral, Sandringham principalmente, puesto que Buckingham, St. James y otros, son administrados por la Casa Real). El propósito era otorgarle una actividad donde se sintiera el jefe y responsable. Isabel era ya jefa de todo el país, del Estado, de la Iglesia, de las Fuerzas Armadas, Felipe tenía que sentirse útil, valioso y sobretodo, al frente de alguna responsabilidad. Desde ese momento Felipe de Edinburgo, fue el jefe de la familia, sitio que Isabel cedió a manera de compensación por su reducido papel oficial como consorte.

En esos años iniciales del reinado de su esposa, Felipe chocó en innumerables ocasiones con la burocracia real, el “establishment” de la monarquía, una institución rígida y vetusta que respondía a criterios reales de principios de siglo.

Las dos reinas consortes vivas, la Reina María abuela de su Majestad, y la Reina Isabel, la reina madre, ejercían un poderoso control para mantener los protocolos y estilos de acuerdo a la tradición. Felipe impulsaba un cambio modernista, sistemas más simples, comunicación más rápida, reducir las ceremonias y el boato. Esto representó tensiones con su suegra, quien se mantuvo viviendo en el Palacio de Buckingham casi un año después del fallecimiento de su esposo.

Otro punto de fricción fue justamente la residencia. Casada con Felipe, a Isabel le fue asignado como residencia oficial en Londres el Palacete conocido como Clarence House, muy cerca de Buckingham, al otro lado del Mall, el parque central de la capital inglesa. Isabel entregó a su marido la residencia para diseño y decoración.

Felipe emprendió una considerable obra para renovar la casa en que residieron por 5 años, hasta la muerte del Rey. Incluso pretendía permanecer ahí, aún cuando todas las funciones oficiales de la Reina, se realizaran en el Palacio de Buckingham. Pero también perdió esa batalla frente a ministros y asesores reales quienes recomendaron a la joven Reina, trasladarse a Palacio.

Isabel no fue en ese entonces, ni nunca después, una innovadora, una monarca vanguardista con la seguridad suficiente para transformar la institución y convertirla en una monarquía más moderna. Ella quería seguir el curso trazado por su padre, darle continuidad a la institución con los menores cambios posibles. Así lo ha hecho por 70 años, con algunas pequeñas licencias. Es una conservadora a quien la renovación, los cambios de los tiempos, los divorcios de sus hijos, la figura controversial y de ruptura que representó Diana su nuera, han significado auténticos desafíos de adaptación.

Felipe por el contrario, impulsaba renovación, nuevas prácticas y métodos que proyectaran una imagen de mayor dinamismo. Se estrelló contra la burocracia de la casa real en múltiples ocasiones y con el gobierno encabezado por Churchill quien apelaba al mantenimiento de las tradiciones.

El punto más álgido en esa inicial confrontación de visiones, tuvo lugar en torno a la ceremonia de Coronación. Felipe proponía la transmisión en vivo por televisión, para que el público de todo el país y del mundo, compartiera la histórica ocasión. La Reina Madre estaba en contra, así como el Primer Ministro. Ambos pensaban que permitir la entrada del público masivo mediante la televisión, desnudaba la magia de la monarquía, arrancaba el misticismo del monarca, su ascenso al trono, la unción de los aceites, los ritos secretos y las fórmulas. Fueron meses de batalla y debate, en los que Felipe, designado por su esposa como presidente del Comité de Coronación, se enfrentó a las viejas tradiciones y protocolos del pasado.

La ceremonia de coronación es esencialmente un rito religioso, que cumple con una serie de preceptos, juramentos ante Dios y después, de sus súbditos, frente a la nueva monarca.

Felipe se estrelló una y otra vez con los tradicionalistas encabezados por el Duque de Norfolk, quien había diseñado y coordinado la coronación de Jorge VI, 16 años atrás.

La línea conservadora pensaba que el misterio de la coronación sería expuesto y, peor aún en voz de Churchill, una vez que se abra la puerta de los medios masivos a la intimidad real, nunca más podrán sacarlos de ahí. Se convirtió en una sentencia premonitoria para los Windsor.

Finalmente la ceremonia fue transmitida en vivo y seguida por más de 27 millones de personas, según registros de la BBC. Felipe triunfó en el argumento, que resultó en un sonoro éxito para la monarquía. Colocó a Isabel II, joven, bella, radiante, como una soberana cercana a su pueblo.

Muchas más serían las batallas de Felipe en los muchos años por venir, baste decir que su Majestad le concedió el título de Príncipe del Reino Unido de la Gran Bretaña y todos sus dominios (1957) un rango sin precedentes en la historia, para colocarlo por encima de todo Duque o noble inglés, y tan sólo por debajo de la Reina.

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