A veces los años no llegan: nos buscan.
Eso fue lo que pensé cuando conocí a don Ernesto, un hombre de voz pausada que había visto pasar más de siete décadas sin perder su costumbre de observar el mundo con calma. Lo encontré una mañana en un pequeño café, leyendo un artículo sobre lo que podría ocurrir en 2026. Levantó la vista, me sonrió y dijo:
—Este año que viene… va a probar de qué estamos hechos.
Aquella frase me acompañó durante días.
Don Ernesto no era economista, ni tecnólogo, ni estratega. Era un ciudadano común que había aprendido, como muchos, que los cambios profundos no se anuncian… se sienten. Y 2026 ya comenzaba a sentirse en el aire: en la tensión de los mercados, en la velocidad de la tecnología, en la exigencia social y en el ruido constante del mundo.
Me contó su teoría:
“Cada cierto tiempo llega un año que nos obliga a elegir si avanzamos, nos adaptamos o nos quedamos quietos pensando que nada cambiará”. Y mientras lo escuchaba, entendí que ese año tenía nombre: 2026.
La historia de cuatro fuerzas que se acercaban.
Le pedí a don Ernesto que me explicara qué veía venir. No habló como experto. Habló como alguien que ha vivido.
—La primera fuerza —me dijo— es esa cosa nueva que llaman inteligencia artificial. Va a estar en todos lados: en los hospitales, en las escuelas, en la seguridad, en las empresas. El problema no es la máquina… es que sepamos para qué la queremos usar.
Tenía razón.
La IA no es buena ni mala: es un amplificador de lo que somos. Con criterio y responsabilidad, será una aliada extraordinaria. Sin ética, será un riesgo enorme.
—La segunda fuerza —continuó— es la economía. La gente ya siente que todo cuesta más y que todo se mueve más rápido. En 2026 se va a necesitar cabeza fría, creatividad y cooperación. No hay país que camine solo.
Después suspiró, miró por la ventana y agregó:
—La tercera es la gente. La ciudadanía ya no se conforma. Exige claridad, exige cuentas, exige respeto. Si no hay confianza, no hay nada. Esa idea la he visto confirmarse en cada ciudad que he recorrido: la confianza es el nuevo oro del mundo.
Finalmente, tocó el tema que muchos evitan:
—Y la cuarta fuerza… es el mundo mismo. Las potencias no se van a relajar. Cada país tendrá que cuidar su energía, su tecnología, su comida y su seguridad digital. No es para asustarse, es para prepararse.
La parte más importante de la conversación.
Cuando pensé que ya había terminado, don Ernesto se inclinó sobre la mesa y dijo:
—Pero todo eso no es lo más importante. Lo importante es lo que tú y yo vamos a hacer con esa información.
Ahí estaba la lección.
No era una historia sobre el mundo. Era una historia sobre nosotros.
¿Vamos a esperar que 2026 nos sorprenda?
¿O vamos a llegar preparados?
Él lo resumió con una frase que me marcó:
—Los años no cambian a las personas… las decisiones sí.
Lo que aprendí ese día.
Salí del café con una claridad distinta. El 2026 no será un destino inevitable. Será una prueba de carácter.
Un año que premiará a quienes:
- Formen equipos preparados.
- Adopten tecnología con valores.
- Colaboren entre sectores.
- Generen confianza.
- Y construyan soluciones reales para su comunidad.
Un año que exigirá liderazgo, criterio y congruencia. Y un año que, como dijo don Ernesto, nos obligará a responder la pregunta más importante:
¿Qué vamos a hacer con lo que viene?
Si algo me dejó aquella conversación, es la certeza de que los grandes cambios del mundo empiezan en lugares aparentemente pequeños: una charla honesta, una decisión personal, un acto responsable, una colaboración bien hecha.
Así se construyen los años que valen la pena.
Y así se construye también el 2026.
Hacer el bien haciéndolo bien.







