Robert Lighthizer —el arquitecto de la agenda proteccionista del presidente de EU, Donald Trump, en su primer mandato— tiene un duro mensaje para México: revisar el acuerdo de libre comercio de América del Norte, conocido como T-MEC, será mucho más difícil de lo que muchos esperan.
Esa fue mi conclusión tras escuchar al exrepresentante comercial de EU. esta semana en Ciudad de México, frente a empresarios, académicos y funcionarios. Lo que parecía una revisión rutinaria de seis años del tratado, en vigor desde 2020, se está transformando en una renegociación completa. Para México, implicará paciencia y habilidades de negociación excepcionales si quiere llegar a buen puerto.
La visión de Lighthizer es conocida: el orden comercial posterior a la Segunda Guerra Mundial está muerto, afirma, y ha sido disfuncional durante años. Necesita una renovación, y Trump, en su opinión, es el catalizador ideal. Dos temas dominan el pensamiento de Lighthizer: primero, China es la mayor amenaza al liderazgo económico y geopolítico de EU. Segundo, el déficit comercial crónico de EU es, según Lighthizer, un motor de muchos males económicos: Fomenta la desigualdad, frena la innovación y el crecimiento, y supone una transferencia de riqueza de los consumidores estadounidenses hacia el extranjero.
Son afirmaciones debatibles, pero hay que reconocer que ambos temas pesarán mucho en la revisión del T-MEC el próximo año, un proceso que comenzó la semana pasada con consultas preliminares. Para México, el desafío es enorme. Por un lado, su relación económica con China estará bajo intenso escrutinio de una administración Trump convencida de que su rival asiático utiliza a México como plataforma para penetrar en el mercado estadounidense. “Es el elefante en la sala” de la negociación, advirtió Lighthizer.
México ya hizo una primera concesión al imponer aranceles unilaterales a importaciones de países sin acuerdo de libre comercio, en la práctica dirigidos a China. Pero en el clima actual de animosidad entre superpotencias, eso difícilmente satisfará a un Washington que exige alineamiento total.
La presidenta Claudia Sheinbaum deberá decidir hasta dónde llegar para confrontar a la segunda economía más grande del mundo, que además es un proveedor esencial de insumos y componentes para las fábricas mexicanas, con el fin de mantener contento a Trump. El año pasado, China exportó a México bienes por 130 mil millones de dólares, mientras México solo le vendió solo 10 mil millones de dólares. Ese desequilibrio ofrece un argumento a favor de que México imponga más barreras y eleve el contenido local, como busca Sheinbaum con su Plan México. Sin embargo, sustituir proveedores y relocalizar producción es mucho más fácil decirlo que hacerlo.
El segundo punto conflictivo, el amplio superávit comercial de México con EU, tampoco es sencillo. Casi se ha triplicado, de 64 mil millones de dólares en 2016, antes de la primera investidura de Trump, a más de 171 mil millones de dólares el año pasado, justo cuando el déficit de EU con China comenzaba a reducirse.
En ese contexto, la idea de que China utiliza a México para desviar comercio hacia EU encuentra al menos algún respaldo en las cifras. El problema es que, aunque los empresarios mexicanos estarían encantados de comprar más maquinaria y equipo estadounidense para reducir la brecha, fue EU. quien trasladó muchas de esas cadenas de suministro a China y el sudeste asiático en primer lugar.
Es de esperar que Washington empuje con medidas poco ortodoxas para reducir el déficit, quizás un arancel mínimo que los socios del T-MEC pagarían aunque quedarían en mejor situación que otros socios comerciales de EU. Tal medida sería una desviación radical de la visión original de libre comercio en Norteamérica, y México debería resistirse con firmeza.
Por supuesto, parte de esto podría ser simple estrategia de negociación. Lighthizer —hoy de 77 años y aún influyente en el círculo comercial de Trump— sabe por experiencia lo complejo que puede ser un acuerdo trilateral. Protagonizó duras disputas con los negociadores mexicanos en las conversaciones originales del T-MEC y sabe bien los campos minados políticos y técnicos que implica el proceso. Dado el estilo de negociación de Trump y el tamaño de la economía estadounidense, es lógico que la Casa Blanca arranque con una posición maximalista. Cualquier modificación significativa del tratado necesitará la aprobación del Congreso, un paso arriesgado que podría complicarse con las elecciones legislativas de medio término en EU.
Aun así, México no puede permitirse subestimar los riesgos. Con bajo crecimiento, caída de la inversión privada y confianza empresarial frágil, el gobierno de Sheinbaum es vulnerable a una pelea prolongada o a la marcha atrás indefinida de la administración Trump. Asegurar un acuerdo el próximo año debería ser el plan A, B y C para la primera presidenta de México. La reticencia de la Casa Blanca a hacer concesiones hasta ahora en disputas abiertas —desde aranceles vinculados al fentanilo hasta diferencias sectoriales sobre tomates y aerolíneas— muestra cuán dura está dispuesta a ser la línea de Washington.
La buena noticia es que Lighthizer sigue orgulloso del T-MEC que ayudó a forjar, al que llama el acuerdo comercial más “proindustria, proregional y protrabajador en la historia del mundo”. Si “se hace correctamente”, sugirió, una negociación exitosa está al alcance. Incluso ofreció palabras favorables a la estrategia de Sheinbaum y deslizó la idea de convertir al T-MEC en una fortaleza regional con mayor contenido local.
Eso suena a música para los oídos de la élite empresarial mexicana, que desde hace tiempo sostiene que el país no es un socio comercial cualquiera, sino un aliado crítico en los esfuerzos de reindustrialización de EE.UU. Los negociadores mexicanos harían bien en sumar todos los apoyos posibles —desde grupos empresariales estadounidenses hasta el Congreso, gobiernos estatales y Canadá— para reforzar ese argumento.
Van a necesitar toda la ayuda que puedan conseguir.