Cuando los mandatarios del continente se reúnan esta semana en Los Ángeles para la Cumbre de las Américas, es probable que el foco de atención se desvíe de la implementación de cambios en las políticas sobre temas en común —la migración, el cambio climático y la inflación galopante— y pase a centrarse en algo atractivo para Hollywood: el drama de la alfombra roja.
El presidente Andrés Manuel López Obrador encabeza una lista de líderes que amenazan con quedarse en casa para protestar por la exclusión de la cumbre por parte de Estados Unidos de los gobernantes de Cuba, Nicaragua y Venezuela, ante lo cual algunos expertos dicen que el evento podría convertirse en un motivo de bochorno para el presidente estadounidense Joe Biden. Incluso algunos demócratas progresistas han criticado al gobierno por ceder a la presión de los exiliados cubanos del estado de Florida y excluir a la Cuba socialista, que asistió a las dos últimas cumbres.
“La verdadera pregunta es por qué el gobierno de Biden no hizo su tarea”, dijo Jorge Castañeda, exsecretario de Relaciones Exteriores de México que ahora imparte clases en la Universidad de Nueva York.
Aunque el gobierno estadounidense insiste en que Biden esbozará en Los Ángeles su visión para un “futuro sostenible, sólido y equitativo” en el hemisferio, Castañeda dijo que es evidente, por los forcejeos de última hora en torno a la lista de invitados, que América Latina no es una prioridad para el presidente de Estados Unidos.
“Esta ambiciosa agenda, nadie sabe exactamente de qué se trata, más allá de una serie de trivialidades”, señaló.
Estados Unidos es anfitrión de la cumbre por primera vez desde que esta fue inaugurada en Miami en 1994, parte de las gestiones para consolidar el apoyo a un acuerdo de libre comercio que se extendiera desde Alaska hasta la Patagonia.
Pero ese objetivo fue abandonado hace más de 15 años en medio del ascenso de gobiernos izquierdistas en la región. Con la expansión de la influencia china, la mayoría de los países han llegado a esperar —y necesitar— menos de Washington. En consecuencia, el foro principal para la cooperación regional ha languidecido, convirtiéndose a veces en un escenario para ventilar agravios históricos, como cuando el difunto líder venezolano Hugo Chávez le dio al presidente estadounidense Barack Obama una copia del clásico tratado de Eduardo Galeano, “Las venas abiertas de América Latina: Cinco siglos de saqueo de un continente”, durante la cumbre de 2009 en Trinidad y Tobago.
El acercamiento de Estados Unidos a su añejo adversario Cuba, sellado con el apretón de manos de Obama y Raúl Castro en la cumbre de 2015 en Panamá, disminuyó algunas de las tensiones ideológicas.
“Es una enorme oportunidad perdida”, dijo recientemente Ben Rhodes, que encabezó el deshielo con Cuba desde su puesto de viceconsejero de seguridad nacional en el gobierno de Obama, en su podcast “Pod Save the World”.
“Nos estamos aislando al dar ese paso porque tienes a México, tienes a países del Caribe diciendo que no van a venir, algo que sólo va a hacer que Cuba luzca más fuerte que nosotros”, añadió.
Para impulsar la participación y evitar un fracaso, Biden y la vicepresidenta Kamala Harris han estado muy ocupados al teléfono en los últimos días, conversando con el presidente argentino Alberto Fernández y la mandataria hondureña Xiomara Castro, quienes en un principio expresaron apoyo a la propuesta de México de efectuar un boicot. El exsenador Christopher Dodd también ha recorrido ampliamente la región en su papel de asesor especial para la cumbre, convenciendo en el proceso al presidente derechista Jair Bolsonaro a que confirmara su asistencia. Bolsonaro fue un firme aliado del expresidente estadounidense Donald Trump, pero con Biden no ha hablado ni una sola vez.
Irónicamente, la decisión de excluir a Cuba, Nicaragua y Venezuela no fue únicamente capricho de Estados Unidos. Durante la cumbre de 2001 en Québec, los gobiernos de la región declararon que cualquier ruptura con el orden democrático es un “obstáculo insuperable” para poder participar en estas cumbres en el futuro.
Los gobiernos de Cuba, Nicaragua y Venezuela ni siquiera son miembros en activo de la Organización de los Estados Americanos, el organismo con sede en Washington que organiza el encuentro.
“Este debería haber sido un punto a discutir desde el principio”, dijo el ex subsecretario de Estado para Asuntos Políticos, Tom Shannon, quien ha asistido a varias cumbres en su larga trayectoria diplomática. “No es una imposición de Estados Unidos. Fue consensual. Si los gobernantes quieren cambiar eso, entonces primero deberíamos sostener una conversación”.
Después de la última cumbre, realizada en Perú en 2018 y a la que Trump ni siquiera se molestó en asistir, muchos pronosticaron que el encuentro regional ya no tenía futuro. En respuesta a la ausencia histórica del mandatario estadounidense, apenas 17 de los 35 jefes de Estado de la región acudieron al encuentro. Pocos le dieron valor a reunir para una fotografía a gobernantes de lugares sumamente distintos, incluyendo a Haití, muy dependiente de asistencia; las potencias industriales de México y Brasil, y una región centroamericana plagada de violencia, cada uno de ellos con sus propios desafíos y su agenda bilateral con Washington.
“Mientras no hablemos con una sola voz nadie nos va a escuchar”, dijo el expresidente chileno Ricardo Lagos, quien también culpa a México y Brasil —las dos potencias económicas de la región— de la deriva actual en las relaciones dentro del hemisferio. “Tal vez va a ser una cacofonía de voces, y eso, claro, hace mucho mas difícil nuestro lugar en el mundo”.
Para sorpresa de muchos, Estados Unidos dio un paso al frente en 2019 y se ofreció a albergar la reunión. En ese momento, el gobierno de Trump gozaba de cierto renacimiento de liderazgo en Latinoamérica, aunque sólo entre gobiernos conservadores con ideas afines en torno al espinoso asunto de restaurar la democracia en Venezuela.
Pero esa buena disposición se fue por la borda cuando Trump dejó entrever la idea de invadir Venezuela para derrocar a Nicolás Maduro, una amenaza que hizo recordar los peores excesos de la Guerra Fría. Luego llegó la pandemia, con un devastador efecto sobre los habitantes y las economías de una región en la que se registraron más del 25 por ciento de los decesos mundiales por COVID-19, a pesar de que cuenta con apenas el 8% de la población del planeta. Las políticas latinoamericanas se vieron trastocadas.
La elección de Biden generó expectativas de un relanzamiento en las relaciones, luego de que él fuera el brazo derecho de Obama para Latinoamérica y contara con décadas de experiencia de primera mano en la región durante la época en que fue integrante de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado. La angustia popular se extendió durante la pandemia, pero a pesar de ello el gobierno de Biden actuó con lentitud para igualar la diplomacia de vacunas de Rusia y China, aunque a la larga distribuyó 70 millones de dosis en todo el hemisferio. Biden también mantuvo las restricciones impuestas en el gobierno de Trump en materia migratoria, reforzando la imagen de que estaba siendo negligente con sus propios vecinos.
Desde entonces, la política distintiva de Biden en la región —un paquete de ayuda de 4 mil millones de dólares para atender las causas que originan la migración en Centroamérica— se ha estancado en el Congreso, donde no hay intentos aparentes de reanimarlo. La invasión de Rusia a Ucrania también ha provocado que se le preste menos atención a la región, algo que según los expertos podría resultar contraproducente para Washington si las crecientes tasas de interés en Estados Unidos desatan una estampida de fuga de capitales e impagos de deuda en los mercados emergentes.
Ha habido también otros desaires de menor magnitud: Cuando el izquierdista Gabriel Boric fue elegido presidente de Chile, elevando las expectativas de que se produzca un cambio generacional entre los políticos de la región, la delegación estadounidense que asistió a su investidura estuvo encabezada por Isabel Guzman, administradora de la Agencia Federal de Pequeños Negocios y penúltima integrante del gabinete en cuanto a rango.
Shannon dijo que, para que la cumbre tenga éxito, Biden no debería intentar presentar una visión estadounidense grandiosa para el hemisferio, sino más bien mostrar sensibilidad frente al acercamiento de la región a otras potencias globales, las preocupaciones ante la enorme desigualdad, y la tradicional desconfianza de los latinoamericanos hacia Estados Unidos.
“Más que dar discursos, necesitará escuchar”, dijo Shannon.