David Calderon

Para la democracia, educación

Si en la escuela prevalece el “cállate y siéntate”, si es espacio de discriminación y acoso, si no hay verdadera escucha y participación, no vamos a tener democracia política.

La marcha realizada en multitud de ciudades en todo el territorio nacional para rechazar el sometimiento de la instancia electoral al control del Poder Ejecutivo, trae un respiro. Para usar el herramental marxista, es una pausa al proceso de “acumulación originaria de atención”. Dio contención —una de las muchas, a mi juicio no la primera ni la principal— ante la acelerada saturación del espacio comunicativo por un hablador dominante.

La causa lo amerita: una movilización que repudia la intentona de quienes llegaron por los mecanismos de la democracia electoral para —a posteriori— restringir esos mismos mecanismos, de manera que ya no lleguen otros, o para que lleguen sólo los a su juicio “dignos” o “correctos”. Intentar el descontón legislativo como paso siguiente al incesante ataque retórico al INE merecía una respuesta de repulsa. Lo que queda pendiente, sin embargo, es no reducir la democracia a los procesos electorales, y superar que la “representación” siga opacando a la participación.

La democracia, en su dinámica esencial, es participación. La democracia ocurre cada vez que en los hechos se reconoce que, dado que hacemos parte —de la comunidad, del problema, de los afectados o beneficiados de cualquier proceso social— entonces también nos corresponde tomar parte en la solución, decisión y ajuste. Es un derecho humano irrenunciable, la participación, y una de las muchas facetas del único derecho sustancial: el derecho a ser sí misma, sí mismo. Nada de lo nuestro sin nosotras, sin nosotros.

La democracia tiene, entonces, el reto de encontrar caminos para que la parte no se trague al todo, para que los partidarios no se desconozcan entre sí, ni haya posibilidad de anularse; para que las decisiones se tomen según la mejor composición de los variados intereses, sin renunciar al interés fundamental y común de atenerse a la realidad; para que la diversidad sea reconocida, celebrada y entre en la composición de todo avance. Es una apuesta a sustituir el argumento de la fuerza, para dar paso a la fuerza del argumento.

El arreglo electoral es apenas un mecanismo histórico, instrumental y siempre perfectible. Arrastra inercias, sesgos y condicionamientos que deben visibilizarse y reconocerse. Tiende a cristalizar el privilegio, a hacer la pirinola con cada cara de “toma todo”. Le pega al servicio público como carrera y genera espacios de enorme riesgo —de coacción, silenciamiento y corrupción— como son los actuales partidos. Los que marcharon hicieron muy bien, pero han de reconocer que entonces se obligan éticamente a no caer en lo que rechazan: imaginar un país que sólo siga sus deseos, preferencias y convicciones. Si los “ustedes” no caben en el “nosotros”, entonces ya sólo hay bandos, no instituciones.

Este episodio da pie a regresar nuestra mirada a la educación. Es parte del problema, pero es sin duda parte de la solución. No entendemos de democracia porque no la experimentamos desde la niñez. No hay democracia sin demócratas, y no crecen por microondas en minutos, ni brotan de la nada en su décimo octavo cumpleaños por obra y magia de la credencial para votar.

Así como afirmaron los historiadores que Waterloo se ganó 20 años antes en los campos de juego de Eaton —la identificación, disciplina, coordinación y audacia de la generación joven de militares ingleses que vencieron a la coalición que encabezaba Napoleón se forjaron cuando eran estudiantes— puede decirse ahora que la democracia en México se construye —o se malogra— en las aulas de educación básica.

La escuela pública tiene vocación de laboratorio social. Ahí se ensayan, en un ambiente propicio y seguro, las respuestas que luego han de llevarse a la plaza y a la calle. La democracia no se “estudia”, o se estudia sin provecho, cuando es mero contenido de temario y unas cuantas páginas de libro; es borra y paja, por más “decolonial” que se la quiera empaquetar. El artículo 3º constitucional afirma que la educación en México tendrá un criterio democrático, “considerando a la democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida”. Pero, ¿se vive la democracia en la escuela?

Si en la escuela prevalece el “cállate y siéntate”, si es espacio de discriminación y acoso, si no hay verdadera escucha y participación, no vamos a tener democracia política. Si la estructura sindical trae sometimiento, entonces la lección sobre la división de poderes cae en el vacío. Si la “democracia escolar” son simulaciones como las planillas para organizar la graduación en el último año, los parlamentos de a mentiritas, la ONU en miniatura, pero aún niñas y niños no pueden participar en las asambleas; si los Consejos de La Escuela es Nuestra son captura preelectoral de los funcionarios de Bienestar, que imponen su visión a las familias y dejan fueran al colectivo docente… entonces la democracia es endeble.

La “representación” sin participación es un monstruo de Frankenstein y se vuelve contra su creador: rápidamente el pastor se hace sabrosos asados de cordero, y el caudillo traicionará a quienes lo encumbraron. Así que, para apuntalar la democracia, puede servir una marcha, pero se quedará siempre corta si no hay un compromiso auténtico con una escuela para todos, una escuela que decide lo suyo y en la que se aprende a coincidir sin dominio y a discrepar sin insulto.

El autor es presidente ejecutivo de Mexicanos Primero.

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