David Calderon

Cierre y apertura

Los últimos bimestres del ciclo escolar 2021-2022 fueron complicados: en algunas zonas todavía se traía esquema híbrido, debido a la incapacidad de las autoridades de asegurar espacios seguros.

Acaba el año 2022 que, como los anteriores, casi acaba con nosotros, o al menos así se sintió. En el recuento de lo que pasó en educación básica a lo largo de estos doce meses encontramos, como en arcón navideño que llega al 31 de diciembre, de todo: bueno y constante, nuevo y corriente, viejo y rancio.

Lo bueno y constante corrió a cargo de familias y docentes, y en menor medida en los espacios de las autoridades estatales y de la sociedad civil. Los últimos bimestres del ciclo escolar 2021-2022 fueron complicados: en algunas zonas del país todavía se traía esquema híbrido, debido a la incapacidad de las autoridades de asegurar espacios seguros y protocolos firmes, pero también por la presión sindical para alargar los cierres, y los temores poco informados de multitud de familias. La conclusión del ciclo fue apresurada, y no se entendió el enfoque de inclusión con el cual los funcionarios intermedios de SEP diseñaron un esquema para que el registro de calificación y la certificación del grado escolar no fuesen una barrera para continuar. Las familias suspiraron profundo y acompañaron a las y los estudiantes cada día, con cubrebocas, rifándosela en los caminos o el transporte público, animándolos a continuar. Maestras y maestros volvieron como los grandes, desde desmalezando y redecorando el aula, hasta asumiendo que recibieron chicos que a pesar de su edad no sabían leer, o que habían vivido en tal hostilidad que llegaban todo arrebatando, negados a colaborar y entenderse con los demás.

El segundo semestre, ya con nuevo ciclo, ha sido más realista en las expectativas, reforzar rutinas y anclar procesos. Con todos sus bemoles y con las justas críticas a los procesos desaseados, pero sobre todo poco humanos, se incorporaron jóvenes vibrantes a la docencia —y no por basificaciones populistas—, y también llegó otra generación de directores y supervisores a quienes no les regalaron sus nombramientos, sino los lograron con el despliegue de su esfuerzo en la escuela, no en la marcha, la cantina o la sujeción a un líder. Muchos ya aprovecharon las evaluaciones diagnósticas, y con sabiduría han relativizado las confusas instrucciones de la superioridad, para mejor atender a sus alumnos reales.

Lo nuevo y corriente fue el espectáculo chocarrero que se sigue dando en torno al Plan de Estudio. Al menos, el equipo de Delfina tuvo la decencia de apurar a sacarlo de la plena ilegalidad y falta de fundamentación, con un acuerdo firmado en el último segundo por la Secretaria de Educación saliente. Como pizza preparada por jóvenes hípsters, que les encanta fingir pobreza sin poder ocultar su privilegio, la inconsistencia, la verbosidad y la incongruencia se han paseado por todo el territorio nacional, en un lamentable remake de bajo costo de la camioneta de Scooby Doo. Los académicos “consagrados” y las organizaciones que no estudian se fueron de bruces con críticas clasistas y ridículas, dándole oxígeno adicional, por contraste, a un trabajo disparejo de diseño curricular que, como colcha de viejita, mal hilvana tramos de tejido interesantes pero que no se corresponden entre sí. Nada más lejano al discurso y visión del Presidente, a quien servilmente se pretende halagar con todo el numerito de cambiar los libros de texto gratuitos, que los espesos párrafotes que se refieren a buscarle alternativa a lo patriarcal, vertical, violento, etcétera, del planteamiento escolar actual (el cual, por cierto, es el que a López Obrador le encanta, desde que a la educación entera la ve como “enseñanza”, y que lo importante del sistema para él es mantener en paz y cooperando a los maestros, aunque los chiquillos de la Coordinadora lo desmientan semana tras semana). Alguna luminosa cita o enfoque de Boaventura de Sousa, Catherine Walsh o los pedagogos de Zulia —por muchos de nosotros admirados y seguidos— forzadamente y sin oficio se ven embutidos en un tejido chapucero y sin concluir, y al que se pretende redimir en el “co-diseño”, aventándole la responsabilidad del último tramo a cada escuela y maestro, a quienes, en la práctica, se les sigue disciplinando cuando muestran verdadera autonomía.

Lo viejo y rancio sigue siendo el manejo de la educación por la clase política. Ya ni entrando en la impreparación de los titulares —en donde no tiene exclusiva este gobierno, sino que hay que irse muy atrás en el siglo XX para encontrar un destacado educador que haya llegado a Secretario por las razones correctas y con los arrestos suficientes— el regreso fue muy deficiente. No hay un compromiso de apoyo a los maestros en la realidad, sus aumentos salariales fueron de barniz e ilusión óptica, no hay inversión a su formación continua; a las familias les dan minibecas y destrozan sistemas de apoyo más estructurales, no hubo para niñas y niños vacunas suficientes y oportunas, ni alimentación por razones claramente políticas. El más grande programa en monto de recursos, adicionalmente a salarios docentes y becas, que nunca haya tenido la SEP en toda su historia, el programa la Escuela es Nuestra, es un pozo de opacidad y de captura.

¿Hay esperanza? Mucha, y magnífica. 23 millones de esperanzas, las y los estudiantes. 2 millones de esperanzas, los servidores públicos de educación. Los campamentos de aprendizaje en Tabasco, los refuerzos en Guanajuato para los años de transición, el diagnóstico y reforzamiento en Veracruz y Nuevo León, los trabajos para consolidar el sistema en Jalisco, Querétaro, Yucatán; cómo no se dejaron apabullar por lo gremial-depredador en Guerrero, Chiapas o Tamaulipas. Lo que hace la sociedad civil, lo visible en el desafío y lo callado en lo capilar. Va a ser buen año, 2023.

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