David Calderon

Derecho a aprender: 15 años

Estamos configurados para aprender, y para hacerlo juntos; es nuestro derecho, de todas y todos. Se aprende mucho con la escuela, pero también fuera de ella y –a veces– a pesar de ella.

Presidente ejecutivo de Mexicanos Primero

Somos nuestra historia y somos nuestro presente. Pero en los debates sobre educación, es difícil reconocer el peso de ambos, y su compleja interacción.

En los relatos fatalistas, nuestro presente, nuestro ahora, es todo y sólo nuestra historia. Así, el destino de cada una ya está marcado por nuestros genes, o por el lugar del mundo en que nacimos, o por la condición socioeconómica de nuestro hogar. Es la versión modernizada de un “destino marcado por los dioses”, el ciclo de lo ya determinado. Somos –en esa visión– la inevitable deriva de ciertos factores, la previsible continuidad de lo que había. Dicho fatalismo nubla y lastra la versión dominante de ciertas disciplinas, y en el campo educativo, es la tentación típica de los economistas y los psicómetras: la escuela es el reflejo de su contorno; los pobres tienen escuelas pobres, y los ricos ricas; la “ley de Coleman” dice que el logro de aprendizaje es una función del ingreso y la escolaridad de madres y padres, y que la escuela no da movilidad social, sino sólo credenciales que alimentan el sistema de estamentos: CECYT y CONALEP van para un lado, y no van a coincidir nunca con los liceos y colegios, y su posterior Anáhuac, TEC, UP, ITAM e Ibero (y todos sus equivalentes locales). Los empleadores van a reforzar y refrendar las distinciones, y el privilegio atraerá más privilegio.

En el otro extremo, nuestra historia se reescribe del todo en el presente. Ahí fluyen los relatos capacitistas y su doctrina de “échaleganismo”, que afirman que quien no avanza es porque no se esfuerza, y quien no aprende es por flojo. Hay también una vertiente de nacionalismo inflamado e inflamable, en la cual la escuela es ahora “nueva” y redimirá todas las limitaciones de antes; brinda la oportunidad completa y cuasi-inmediata de revertir todas las desigualdades y exclusiones. En la escuela, sólo porque así lo decretamos, se va a incluir a niñas y niños con discapacidad sólo con sumarlos en el salón; el ajuste mayor será una rampa mal diseñada, y ya con eso. Para que haya identificación y comunidad, firmemos un pacto de convivencia. Para el respeto, una clase de civismo; o mejor, muchas clases de civismo. Para no tener ideas neoliberales, nuevos libros y programas cocinados velozmente. Sea en su versión colectivista –siempre parecida a todos los campamentos doctrinales–, desde católicos y evangélicos hasta soviéticos y sandinistas, que acaban pareciéndose a la granja que Orwell describió con horror y maestría en su novela distópica “1984″, o bien sea en su versión individualista de pósters motivacionales y llamado al esfuerzo, “con ganas de triunfar” y “sin miedo al fracaso”, se dice que llega quien quiere, y sólo los mediocres tienen pretexto. Sólo por nuestra voluntad, o por la del presidente, el pasado terminó, entramos a una nueva época, y se pueden reprogramar y desactivar todas las inercias, y cada niña y niño puede ser astronauta sólo con desearlo (bueno, y con comer sus vegetales y hacer diligentemente sus tareas).

Es obvio que estoy caricaturizando; pero en las consecuencias no exagero. La verdad es más matizada y más inquietante: hay posibilidad de irrupción y de florecimiento insospechado en los procesos escolares, pero la escuela no puede sola, ni es ajena a los condicionamientos del entorno. Es detestable esperar poco, aceptar que el sistema educativo funcione de adiestramiento y estacionamiento de vidas jóvenes; es injusto esperar mucho, sin trabajar con todo el ecosistema, dejar solamente al sacrificio docente y a la excepcionalidad del afortunado lo que toca en realidad a la responsabilidad comunitaria de tener presupuestos suficientes, funcionarios adecuados, valoración social verdadera de la cotidianidad de los primeros años.

No hay “bala de plata” que elimine a los monstruos de un solo tiro; la respuesta no está en las becas, o en la biblioteca escolar, ni en la “capacitación” docente; no alcanza con cambiar el Tercero Constitucional, ni modificar los planes de estudio; las metas no pueden ser simplemente de cobertura y matrícula –inscribir a muchos y ofrecerles migajas– ni sólo enfocarse a resultados medibles, y confundir el desarrollo del potencial con puntajes en pruebas estandarizadas. Becas, bibliotecas, formación profesional, marco jurídico, condiciones materiales, participación de las familias… se necesita todo, y más. Incluso la escuela debe relativizarse: es un medio, no un fin en sí mismo; cuando sirve a su propósito es un ambiente, pero no la meta. Es la nave, no el destino. Estamos configurados para aprender, y para hacerlo juntos; es nuestro derecho, de todas y todos. Se aprende mucho con la escuela, pero también fuera de ella y –a veces– a pesar de ella.

A lo largo de este año estamos cumpliendo 15 de haber iniciado el trabajo público de Mexicanos Primero. Ha sido un trabajoso aprendizaje. Gozoso también; inspirador, una invitación a la tenacidad y a la resiliencia; historia, pero también presente.

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