Si estos primeros días de enero constituyen un anticipo de cuanto ocurrirá el resto del año, este 2023 llevará por sello el del desconcierto, dejando la circunstancia nacional bajo dominio de la incertidumbre y colocándola a las puertas de la inestabilidad.
Buenas y malas noticias se entremezclan sin acabar de definir cuáles de ellas establecerán su potestad en el curso de los acontecimientos. Esto, en el marco de la polarización prevaleciente que todo exagera en un sentido o en otro, aboliendo el matiz en la reflexión y la acción política, puede llevar el cierre del sexenio y, con él, al concurso electoral del año entrante a escenarios complicados en extremo, por no decir, peligrosos.
Por el bien de todos es hora de entender, interpretar y encarar la realidad con mucha mayor objetividad, aplomo y serenidad, sin ánimo de encontrar en la ruina del contrario la posibilidad de fincar un imperio. Hora de exigir a los actores políticos, formales e informales, actuar con mucha mayor seriedad y mesura. El país y la nación están de por medio.
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En el vértigo del acontecer de esta primera quincena, los hechos son contrastantes aun cuando el arrebato por disputar su sentido dificulta su comprensión.
El secuestro del partido tricolor por parte de su dirigente, ante la indiferencia o el solapamiento de sus aliados. La falta de certeza sobre las reglas con que se disputará el poder dentro de un año. El asalto al penal de Ciudad Juárez para liberar criminales. La captura de Ovidio Guzmán que, como haya sido, reivindica al Estado. El cinismo de la pasante en la Corte, aferrada a ostentarse como abogada a partir de un plagio y mantenerse como ministra. El atentado contra el periodista Ciro Gómez Leyva con reacción oficial aún insuficiente, pero saludable. Aun con sus disonancias, la sana reposición de la Cumbre del Norte de América en la perspectiva de fortalecer la región como polo y bloque de desarrollo. Los visos de conflicto al interior de Morena, con motivo de la lucha por la candidatura presidencial. El accidente en el Metro que advierte el riesgo supuesto en destinar recursos a otras tareas, a costa de descuidar servicios fundamentales…
Esas buenas y malas noticias reclaman estar alerta, no hacer sonar las alarmas con timbre de histeria. Sobre todo, teniendo presente cómo la polarización puede colocar en apuros a la democracia, tal como se vio en Brasil hace unos días y en Estados Unidos hace unos años.
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Cuanto se ha visto en los últimos días del año pasado y los primeros de este resume el elevado costo que dejan al Estado de derecho y la democracia, la impunidad criminal y la pusilanimidad política, así como el afán de acceder o conservar el poder al costo que sea.
El juicio en Estados Unidos del exsecretario de Seguridad, Genaro García Luna, sienta en el banquillo de los acusados no sólo a un funcionario que presuntamente borró la frontera entre política y crimen, sino a un gobierno -no sólo al de Felipe Calderón- que más de una vez ha colocado en puestos clave no a quienes están resueltos a marcar la raya a los criminales, sino dispuestos a asociarse con ellos y hacer de impunidad e inseguridad un rentable negocio entre particulares, a costa de la nación. Puede el actual mandatario regodearse en ese hecho del pasado, pero en el presente su movimiento en más de un estado ha tolerado la asociación del crimen con la política y, tarde que temprano, recibirá la factura correspondiente.
Desde esa perspectiva, asombra cómo la oposición y la resistencia regatean al gobierno la captura de Ovidio Guzmán, formulando descabellados planteamientos, en vez de reconocer una acertada acción del Estado tras haber quedado expuesto al ridículo dos años atrás. ¿Se vale?
Quienes están en y fuera del poder debieron honrar y rendir cabal tributo a los militares, oficiales y tropa, que perdieron la vida en ese lance.
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La otra mancuernilla de la impunidad criminal es la pusilanimidad política que igual daño provoca a la democracia y el Estado de derecho.
Cuando en ejercicio de un pragmatismo ajeno a principios y volcado en el ansia de poder se solapa y tolera a aliados impresentables, a la postre, se sufren las consecuencias. Ahí, de un lado y del otro, tirios y troyanos se han hecho ojo de hormiga. En nombre de la solidaridad han hecho de la complicidad un recurso para sostener o respaldar a personajes que, en más de un caso, podrían ser candidatos a ocupar una celda o, al menos, a aparecer en el cuadro de horror del más procaz cinismo. Ni unos ni otros apartan a aquellos a fin de generar una cultura política distinta. No, nada de eso, los defienden y cobijan, reproduciendo aquello que supuestamente quieren desterrar.
Sólo así se explica la sobrevivencia política de personajes como el dirigente priista Alejandro Moreno o la ministra Yazmín Esquivel. Cómo confiar en un político que traiciona por turno a unos y otros con tal de salvar su propio pellejo, cómo pensar que una ministra va a hacer valer y defender la ley, si su origen lo define un fraude a ella.
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En el vértigo de acontecimientos de estos últimos días y en la pugna por imponer la interpretación o la narrativa en torno a ellos es notoria la fragilidad de la circunstancia, así como la incapacidad de los supuestos profesionales de la política para controlar las variables en juego.
Insistir en la idea –por no decir, la exageración– de que el país avanza a paso firme rumbo al infierno o el paraíso, según el extremo donde se milite, es un engaño que en la constante reiteración puede terminar por construir una realidad marcada por el desconcierto que conduce a la incertidumbre y, de ahí, a la inestabilidad. Más vale andar con pies de plomo.