Al parecer, la realidad doblegó a la voluntad. El sexenio no será de doce, sino sólo de tres años… y falta por ver el cierre porque, pese a la circunstancia, el presidente López Obrador no ceja en el afán de jugar al fuera de lugar, sobre el límite, en la rayita. Dobla la apuesta.
Justo cuando el crimen incrementa su actividad y expande su dominio; el empleo se recupera a paso lento; la tercera ola pandémica amaga de nuevo; la falta de medicinas enfada; la bandera anticorrupción se deshilvana; la inflación anula la mejora salarial; las consultas populares en puerta presagian un laberinto… justo en ese momento el mandatario ha resuelto precipitar su propia sucesión.
El lance tiene varios efectos. Divierte –entretiene y distrae– la atención, trasladando el foco sobre los suspirantes, a los cuales el mandatario libera y condena, abriéndose él un cierto espacio, mientras mete en un apuro a la oposición. Genera eso, pero a la vez anuncia el agotamiento de un esfuerzo insuficiente para consolidar lo emprendido y alcanzar la meta pretendida.
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Pese a ello, la decisión de abrir la sucesión y cerrar el sexenio no es tan insólita como parece.
Hace ya tiempo los sexenios concluyen antes de su término y la sucesión arranca antes de su inicio. Las elecciones intermedias se han vuelto punto de llegada y de salida. Los teóricos de la corrección política presumen que, en los últimos años, se alargó el margen de gobierno y se acortó la duración de la campaña. En realidad, sucede lo contrario: se acortó el primero y se alargó la segunda. La novedad ahí no está.
Por lo demás, no es aventurado afirmar que el desplante recoloca a Andrés Manuel López Obrador en el campo que siente dominar y donde se encuentra a gusto: el de disputar el acceso al poder, no el de conciliar el ejercicio de aquel, el del estratega de campaña, no el del jefe de Estado.
Ir a ese campo le da algunas ventajas: afloja y jala las riendas de la caballada entusiasmada con el concurso, descuadra otra vez a la oposición, mientras él se mantiene como factor central del poder político y fortalece la leyenda que quiere por biografía, la del héroe o la del mártir. Ahí, tampoco está la novedad.
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Sin ánimo de zaherir, lo asombroso de la decisión radica en la peligrosa circunstancia en la cual se tomó; el estrecho callejón donde el mandatario se adentra, en vez de salir; y la crisis por la cual ya atraviesa su partido junto con el método de selección de candidatos que, en un descuido, podría dejar sin plataforma a quien finalmente sea el abanderado de Morena.
El rol de López Obrador ante su partido confunde a los suyos y descalifica al dirigente formal, dejándolo como gerente en turno. Por lo visto, el mandatario solicitó licencia como militante, pero no como líder. Ese soltar y tomar las riendas del partido sin asumir a plenitud ni lo uno ni lo otro, vulnera la posibilidad de institucionalizar las relaciones internas de ese instituto y reblandece su estructura.
Precipitar, así, la carrera presidencial sin cuidar el vehículo que podría llevarlos a Palacio puede resultar un fiasco. Elemento al cual se agregan las supuestas encuestas para designar candidatos. El descrédito de ellas es proverbial, al nunca ser presentadas pública ni privadamente. Qué precandidato acatará el dictado de un sondeo desconocido o levantado sólo en un despacho.
Se pueden tener muchas corcholatas, pero sin el envase pierden sentido. O, como dice Enrique Campos, el envase sin corcholata pierde el gas.
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A saber, si no quiso, supo o pudo, pero el mandatario no transformó la alianza electoral de su campaña en la alianza política de gobierno. Todos cupieron en la lucha por acceder al poder, pero no en la práctica de ejercerlo.
El Ejecutivo fue descargando o anulando a quienes no daban muestra de fe ciega, sin advertir que al restarlos perdía a sectores o grupos sociales que apoyaron su ascenso al poder dada la garantía ofrecida por aquella pluralidad. Una pluralidad contradictoria, pero prometedora por su diversidad. Un compuesto que, en el gobierno, derivó en un muégano seco y, entonces, comenzaron los errores que, en lugar de corregir, el mandatario profundizó, adentrándose en vez de salir del callejón donde se metió.
Quizá es tarde para reconstituir la riqueza y la complejidad de ese movimiento y, así, precipitar la sucesión sin contar con la plataforma de lanzamiento puede agravar, en vez de atemperar los problemas.
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Si precipitar el juego sucesorio se concibió como un ardid, ya no lo es. En cuanto más de una persona interesada en participar se anotó, la carrera dio inicio. Desde esa óptica, si la idea era restar visibilidad a los problemas en curso o en puerta, se agregó uno más. Y, sobra decirlo, lo ocurrido tras las elecciones es delicado en extremo, por no decir peligroso.
El repunte de la violencia criminal con su cauda de tragedia evidencia no una campaña contra del gobierno, sino la estrategia fallida ante aquella. Con todo y la vacuna, la tercera ola pandémica constituye un desafío superior al anterior porque, esta vez, es imposible cerrar la actividad económica y social. La lenta recuperación del empleo en combinación con la inflación amenaza con estragos. La consulta de tentar la inestabilidad política es un absurdo.
Esos y otros problemas –la denuncia de la corrupción sin castigo, el desabasto de medicinas sin remedio, por ejemplo– ahondan el malestar social y convocan a la movilización. Cuidado.
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Sí, divierte formular apuestas sobre quién puede quedar, el problema es qué quedará después del juego. Lo cierto es que el sexenio no será de doce, sino de tres años y cualquier resbalón podría provocar un tropiezo de más de seis.