Antes del Fin

La toma simbólica de Los Ángeles

Cuando el miedo se convierte en política de Estado, la democracia empieza a incendiarse en silencio.

Un hombre sobre una motocicleta ondea una bandera mexicana. Su rostro está cubierto. A su alrededor, humo, patrullas, tensión. La escena, capturada con precisión cinematográfica en las calles de Los Ángeles, ha sido interpretada como prueba de que “el país está siendo tomado desde dentro”. Ya no se trata de cruzar la frontera: la narrativa ahora sugiere que el enemigo simbólico ya está aquí.

La secuencia parece lógica. Pero en política, lo lógico rara vez es inocente.

Esa imagen no documenta un evento, lo define. Y en ese acto simbólico —la bandera de otro país ondeando en medio del caos urbano estadounidense— se condensa una estrategia milimétrica de marketing del miedo. No importa quién sea el hombre, ni por qué protesta. Lo importante es lo que representa: un “otro” que no solo llega, sino que conquista. Un extranjero que no huye del peligro, sino que lo trae.

La historia reciente está llena de estas escenificaciones. En 2018, las imágenes de la caravana migrante cruzando México se convirtieron en combustible político. En 2017, el atentado en Charlottesville fue instrumentalizado para avivar la polarización racial. En ambos casos, el patrón es claro: una imagen impactante, sin contexto, que circula masivamente para activar una respuesta emocional —y justificar decisiones de Estado.

Estas imágenes no nacen para informar: nacen para activar. Son seleccionadas (o fabricadas) para provocar una emoción. Y esa emoción es miedo.

El miedo tiene un efecto particular en política: justifica. Justifica el uso de la fuerza, la militarización, la restricción de derechos, el silencio frente al exceso. La narrativa ya está servida: no hay control. El Estado debe recuperarlo. Y en ese momento, cualquier acción excepcional se vuelve “necesaria”.

Donald Trump no reaccionó: activó un relato que ya estaba escrito. El motociclista con la bandera mexicana no es un actor individual, sino el símbolo perfecto para una narrativa ya dispuesta: el migrante convertido en invasor. Y frente a ese “invasor”, el Estado actúa en defensa propia.

Este no es un acto de seguridad nacional. Es una operación narrativa. Se trata de instaurar un marco mental donde la presencia de lo latino —de lo mexicano, de lo migrante— se vuelve sinónimo de amenaza. Y lo más grave es que no se necesita una cadena de hechos para sostener ese relato: basta una imagen emocional y un decreto rápido.

El caso de Los Ángeles es aún más revelador. No se trata de un cruce fronterizo irregular. Ocurre en una ciudad estadounidense, símbolo de diversidad y migración. La narrativa ya no necesita que el otro venga de fuera: ahora el peligro está dentro. El desorden ya no entra; ya habita.

Y cuando el símbolo entra antes que el argumento, la razón ya no participa. Participa el miedo.

Lo peligroso no es solo la imagen. Es lo que hace posible: decretos, despliegues, represión, y una ciudadanía dispuesta a entregar sus libertades a cambio de sentir que alguien los está protegiendo de “algo”.

En los años por venir, recordaremos esta imagen —el motociclista, la bandera, el humo— como una escena clave de una narrativa que ya hemos visto antes. Pero también será nuestra responsabilidad contar otras historias. Las que no circulan con la misma velocidad, pero que contienen verdad.

Porque cuando el miedo se convierte en política de Estado, la democracia empieza a incendiarse en silencio.

Nadine Cortés

Nadine Cortés

Abogada especialista en gestión de políticas migratorias internacionales.

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