Cinco colaboraciones para el fin del sexenio, momento para reflexionar. El gran invento occidental, lo que le permitió a esa región pobre convertirse en la más importante del mundo, fue la idea de considerar iguales a todas las personas. No fue un proceso sencillo ni rápido. Primero los iguales eran sólo unos pocos, hombres, ricos, educados, pero paulatinamente ese grupo se fue ampliando hasta realmente incluir a todos. La base de esa igualdad fue establecer reglas aplicables a todos, lo que ahora llamamos Estado de derecho.
Cuesta trabajo imaginarlo, pero hace pocos siglos los países no tenían ni policía, ni sistemas jurídicos generales. Se aplicaban las reglas del poderoso de la región, que para serlo tenía gente armada a su servicio. Subordinar a esos señores a un poder central, establecer cortes, construir un cuerpo policial, requirió muchas décadas, mucho esfuerzo, y no poca violencia.
Considerar iguales a todos exigió primero hacer laico el Estado, después de 150 años de guerras religiosas que se llevaron a más de un tercio de los europeos. Eso requirió construir una base de legitimidad que no dependiera de lo divino, sino de un contrato social imaginario, que a su vez implicó transferir el centro del poder del monarca al parlamento. Otro siglo.
Sin embargo, considerar que todas las personas son iguales implica aceptar que todas ellas pueden participar en el gobierno, que todas ellas pueden generar riqueza y que todas ellas pueden construir conocimiento. Democracia, mercado y ciencia son resultado de esa idea básica de igualdad esencial, que se refleja en la aplicación de reglas universales.
En consecuencia, en esos 250 años crecieron dos grupos: los generadores de riqueza y los constructores de conocimiento, y ambos tuvieron que ser incorporados en el proceso político, provocando una nueva ampliación, que para el siglo XX, finalmente, incluyó a las mujeres.
Desafortunadamente, la igualdad frente a la ley no significa igualdad de resultados en la vida. Ese objetivo es inalcanzable, pero es sin duda apetecible. Eso abrió un gran mercado político para las utopías: cuentos que ofrecen el paraíso terrenal, alcanzable con sólo seguir a un líder iluminado, rodeado de clérigos (intelectuales) que construyen el libro sagrado, la liturgia, el ritual. Las utopías religiosas del siglo XVI, las románticas del siglo XVIII, las socialistas del XIX, y las comunistas y fascistas del XX han sido la contramarea del liberalismo, es decir, de la idea de la igualdad esencial de los seres humanos.
Estas utopías han sido impulsadas por personas que creen que son superiores a los demás. Sea porque creen en el dios correcto, porque son de raza superior o porque son tan sabios e inteligentes que con ellos al mando el mundo será mejor. Fanáticos, racistas o estatistas, el resultado no cambia: pobreza, autoritarismo, ignorancia. Ya llevamos 500 años de experiencias.
Sin embargo, no aprendemos. Hoy, regresamos a la venta de utopías. Las tres grandes causas que alimentaron esos cuentos en el pasado están nuevamente con nosotros: Dios, la naturaleza y el Estado. Hay que abrazar las creencias en el paraíso terrenal que el líder nos ofrece para formar parte del pueblo elegido que, por definición, ya no es igual al resto de las personas. Como dice Napoleón (el cerdo de Rebelión en la granja, de Orwell): todos los animales son iguales, pero unos son más iguales que otros.
Destruir la igualdad esencial de los seres humanos, es decir, la igualdad frente a la ley, implica perder la democracia, el mercado y la ciencia. Por eso sólo quedan pobreza, autoritarismo e ignorancia. No importa si eso ocurre debido a que somos los verdaderos creyentes, los más puros interseccionalistas, los más cercanos al pueblo, los de alma más limpia.
Éste es un fenómeno global, que en América Latina se expresa mediante el populismo estatista, como usted ya sabe. Habrá que derrotarlo aquí, y globalmente.