Edna Jaime

Lo que se siente, manda

La desconexión entre aprobación y desempeño es la política funcionando con sus reglas. Los ciudadanos no son auditores; son personas que buscan protección, reconocimiento y resultados que se sientan.

En la conversación pública se hace referencia constante a una paradoja llamativa: las encuestas registran niveles de aprobación muy altos para la presidenta Claudia Sheinbaum, mientras que las evaluaciones por rubro —economía, seguridad, corrupción— lucen tibias o abiertamente negativas.

No es que la ciudadanía esté mal informada o sea indiferente a los resultados; es que está usando ciertas reglas para juzgar. Susan Stokes, en su libro más reciente (The Backsliders, Why Leaders Undermine Their Own Democracies), ofrece un argumento útil: en sociedades desiguales y polarizadas, la lealtad política se desengancha parcialmente del desempeño técnico y se ancla en identidades, beneficios tangibles y narrativas de protección.

Esa combinación amortigua castigos de corto plazo y sostiene aprobaciones récord aun con indicadores de bajo desempeño en algunos rubros.

Primer factor: los beneficios visibles superan a los costos difusos. La economía conductual lo ha estudiado con conclusiones robustas: lo que es frecuente, concreto y cercano pesa más que lo abstracto y distante.

Un depósito mensual o una obra que transforma el barrio valen, en la valoración del votante, más que una cifra trimestral de productividad total de los factores. No es irracionalidad; es economía de la atención.

Evaluamos con lo que vemos y sentimos, no con lo que una tabla promete para dentro de tres años. Si además los costos se perciben como de largo plazo o “externos” —inflación importada, guerras, tensiones comerciales—, la balanza se inclina aún más hacia el beneficio inmediato.

Segundo, la identidad política funciona como heurística. Esto quiere decir que los votantes no “premian y castigan” llevando una hoja de balance consigo. Más bien se alinean con grupos, símbolos e historias que les dicen quiénes son y con quiénes se identifican. Ese anclaje, que puede ser de clase, de género, de generación, de territorio, convierte la aprobación en una declaración de pertenencia y confianza.

Tercero, y muy ligado al anterior, tendemos a aceptar la información que confirma nuestra perspectiva y a cuestionar la que lo desafía. Si el gobierno ofrece un relato consistente —“yo te protejo frente a las élites (mafia del poder), al crimen o a los shocks globales”— y lo acompaña con señales tangibles, esa narrativa coloniza la evaluación global. Por eso es tan conveniente sostener un ambiente de polarización.

Cuarto, el mandato y la ventana de gracia importan. Diversos politólogos han demostrado que muchas veces la gente no elige a los candidatos por su plataforma para luego evaluarlos; más bien, adopta posiciones cercanas al líder en quien confía. Tras una victoria contundente, existe un periodo donde pesan más las expectativas que los resultados.

Ese colchón temporal explica por qué la aprobación puede mantenerse alta mientras algunos aspectos del gobierno se deterioran en su evaluación.

Quinto, el punto de Stokes sobre las instituciones: cuando identidad y beneficios capturan la conversación, los contrapesos tienden a relajarse. Una popularidad basada en pertenencias y transferencias puede coexistir con erosión lenta de la calidad democrática.

No porque la gente “quiera menos democracia”, sino porque prioriza seguridad, reconocimiento o alivios materiales, confiando en que las instituciones aguanten. El problema es que, a diferencia de un depósito mensual, el deterioro institucional es silencioso, acumulativo y difícil de revertir.

¿Qué hacer frente a esta realidad? Es obvio que insistir en que “los números no dan” no funciona. El dato “frío” no compite con la experiencia “caliente”.

Tres rutas parecen más prometedoras. Uno, ofrecer beneficios creíbles y frecuentes, no promesas abstractas: cuidados, movilidad, trámites, tiempo.

Dos, disputar la identidad sin insultar a sus portadores. Recuperar símbolos y pertenencias que incluyan y reconozcan, en lugar de señalar y denostar a los votantes del oficialismo.

Tres, encuadrar las narrativas con experiencias personales y cercanas en vez de estadística agregada. Para el gobierno, el reto es inverso: convertir popularidad en capacidad estatal. Usar el capital político para profesionalizar, no para doblegar; para construir Estado, no para sustituirlo con poder personal.

La desconexión entre aprobación y desempeño es la política funcionando con sus reglas. Los ciudadanos no son auditores; son personas que buscan protección, reconocimiento y resultados que se sientan. Los datos importan, pero pasan por el filtro de identidad, atribución y narrativa.

En suma, la paradoja no desaparecerá con mejores gráficos. Se desactiva con valor entregado de manera visible y sostenida, relatos que incluyan sin etiquetar y reglas que pongan límites incluso al líder más popular.

La tarea es que popularidad y calidad institucional caminen juntas. Cuando se separan demasiado, la democracia pierde pie aunque los aplausos se oigan más fuertes que nunca.

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