La historia económica nos enseña que los conflictos armados, aunque devastadores, han activado potentes mecanismos de crecimiento. En la Primera Guerra Mundial, EU redujo su desempleo de 7.9 por ciento a 1.4 por ciento. En la Segunda, el 79 por ciento del presupuesto fue dirigido al esfuerzo bélico, lo que impulsó el PIB y creó más de 17 millones de empleos. En Corea, el crecimiento anual superó el 5 por ciento. Y en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Europa y Japón vivieron un renacimiento económico sin precedentes.
Hoy, la economía de guerra reaparece como tendencia: Rusia crecerá 2.6 por ciento este año gracias al gasto militar, mientras Ucrania emite bonos de guerra y mantiene su aparato financiero con apoyo internacional. Pero esta aparente fortaleza encierra un riesgo estructural: si cesa el conflicto, la economía cae. El FMI ya advirtió que, en el caso de Rusia, la paz podría provocar una recesión abrupta.
México no está en guerra, pero vive en una economía global que sí lo está. La escalada militar en Irán tendrá repercusiones que bien entendidas son una oportunidad. La historia muestra que, en contextos bélicos, las economías que diversifican invierten en capacidades propias y planifican con inteligencia, emergen más sólidas. Para México, esto implica fortalecer la manufactura avanzada, asegurar reservas energéticas, impulsar infraestructura resiliente, desarrollar los servicios especializados, ver al comercio como una cadena de valor y fomentar la autosuficiencia, particularmente la tecnológica.
La economía de guerra, si bien reactiva, no debe ser un modelo aspiracional. La meta es una economía de resiliencia y paz. En un mundo inestable, el país que se prepara es el país que prospera.