Año Cero

Nadie quiere la verdad

La imagen del asalto al Capitolio de Estados Unidos significa el fin del experimento del éxito de la democracia en aquel país.

El 6 de enero, día que para nuestra cultura y civilización representa el Día de los Reyes Magos, hace justo un año trajo un regalo inapropiado, indeseado y terrible. Durante mucho tiempo la población cristiana en Estados Unidos ha sido claramente la dominante. No sabría decir con exactitud cuántos practican verdaderamente su religión y quiénes de ellos creen en la figura de los Reyes Magos. Pero lo que sí es evidente es que el regalo del asalto al Capitolio –que podría representar el inicio o la explosión de la guerra civil en la que están envueltos los Estados Unidos de América– es una imagen que todos hemos querido aceptar y acostumbrarnos a vivir con ella. Sin embargo, lo que sucedió ese día de enero marcó ya no un punto sin retorno, sino resaltó un hecho que está esculpiendo el tiempo que vivimos y que está creando unos problemas que pueden acabar por llevarse todo por delante: nadie quiere la verdad.

Ya no es sólo que siempre hay otros datos. Ya no es sólo que no mires hacia arriba, como la célebre aunque muy mala película. Es que realmente lo que sabemos, lo que somos capaces de construir en nuestro cerebro como lógico o la brutalidad de las imágenes que significaron el arranque y el pisoteo del mayor símbolo de la democracia estadounidense, tuvo un origen y alguien lo detonó. Pero, sobre todo, el mundo pudo ser testigo de una escena aterradora. Ese día el mundo, en gran parte referenciado por las estructuras, los ejemplos y las pautas de comportamiento –tanto en el orden económico como político–, vio cómo fue asaltado el referente legal más importante de la que, hasta hace poco, había sido la experiencia democrática más exitosa de la historia de la humanidad.

Todo lo que nos ha pasado desde el 11 de septiembre de 2001 hasta aquí, nos ha hecho insensibles. Mientras veía cómo las torres se derrumbaban, supe que el hecho de que miles de millones de personas pudiéramos ver al mismo tiempo esa orgía de violencia iba a dar un mundo absolutamente distinto, entre otras cosas por la pérdida de la sensibilidad frente a los hechos violentos en sí. Después, y en un abrir y cerrar de ojos, pasamos a vivir a un mundo que avanzaba tan rápido, que era tan insustancial y tan lleno de imágenes, que nos acostumbramos a no ser capaces de distinguir la realidad de nuestro mundo con lo que se ve en los videojuegos. Es como si nuestro mundo estuviera compuesto por videos gigantescos de TikTok o como si se tratara de imágenes arregladas por los filtros de Instagram.

La imagen del asalto al Capitolio de Estados Unidos significa el fin del experimento del éxito de la democracia en aquel país. Significa que –como sucedió en la época de Abraham Lincoln– hoy están con más ganas y cerca de luchar entre ellos y contra ellos, que de construir espacios por donde se pueda circular con respeto a las leyes y con respeto a lo que ha dejado de tener toda importancia, que es el respeto a la verdad. Si a nadie le importa la verdad, si da lo mismo, si basta con llevar a la práctica el principio de Joseph Goebbels sobre que “repetir una mentira con suficiente frecuencia hará que se convierta en verdad”, entonces estamos destinados al fracaso. Y es que, ¿cómo seremos capaces de construir justicia y balance si somos capaces de vivir en el olvido del impacto que tienen las imágenes? Pero lo que es peor, en el olvido de que, al final del día, ese hecho sucedió porque un presidente de Estados Unidos –el cuadragésimo quinto para ser específicos– meses antes de que siquiera empezaran los comicios, ya había avisado de que había en marcha un gigantesco fraude electoral para sacarlo de la Casa Blanca. Sin embargo, lo de Trump no era un fraude anunciado, era un fraude deseado y era un fraude que correspondía a los otros datos. Era un fraude contra la verdad en un mundo en el que realmente la importancia de ella ha desaparecido.

Evidentemente, el gobierno de Joseph Biden no ha cumplido con las expectativas que generó. Pero nada aleja el hecho ni la verdad de que, lo que pasó el 6 de enero del año 2021 en el Capitolio de los Estados Unidos de América, fue el producto de un golpe iniciado sobre la base de repetir constantemente una mentira mucho antes de que se produjera el hecho. Lo que me asombra es cómo en la actualidad nuestros cerebros pueden vivir sin ninguna repugnancia ni instinto de conservación frente a un mundo en el que, si la primera víctima es la verdad, a partir de aquí dígame usted con qué o cómo construiremos las reglas de la convivencia o simplemente con qué valores podemos seguir construyendo nuestras sociedades.

Estados Unidos no es el único sitio donde estos fenómenos pasan, pero sí donde de manera más espectacular se pueden plasmar las consecuencias del triunfo de la mentira. Y unido a eso se encuentra el fracaso y la división profunda que hay en el corazón de algunos policías, militares y de todos aquéllos que ese día no acudieron a tiempo para evitar la barbarie en el Capitolio. De todos ésos que, sin uniforme, pertenecían a las fuerzas del orden y participaron en el asalto. De todos ésos que durante unos minutos, segundos u horas, dudaban sobre qué tenían que hacer, si seguir las órdenes del comandante en jefe –responsable del fraude– o bien respetar la Constitución y evitar lo que fue la mayor violación de toda la historia de Estados Unidos.

El primer presidente que juró en el Capitolio –con una cúpula a medio hacer– fue Thomas Jefferson. A partir de ese momento esa escalinata, por la que vimos avanzar la agresión contra el sistema político estadounidense, hecha por ellos mismos y basada en la pérdida del sentido común, ha sido siempre el gran símbolo de la continuidad democrática e institucional del país. Hay otra reflexión también fundamental, que supone el hecho de si las sociedades sabemos qué es y representa una mentira. Si sabemos que con una mentira se construye lo que es la destrucción de un sistema. Si sabemos que hay mentirosos y delincuentes, a pesar de haber sido presidentes en el pasado. Si sabemos y somos conscientes de todo esto, ¿cómo es posible que un año después del asalto estemos asistiendo a un espectáculo donde hay muchos investigados, pero muy pocos condenados? Y lo que es peor, estamos frente a una situación en la que se dan círculos concéntricos para tratar de explicar que una cosa es la incitación por los otros datos y otra cosa es la responsabilidad criminal contraída al lanzar a las masas contra el Capitolio.

No sé si Biden conseguirá hacerlo, pero si la sociedad estadounidense y Estados Unidos no se toman en serio la tarea de restituir la verdad –ejemplo que debemos seguir todos–, el sistema democrático en su conjunto habrá desaparecido. Además, no se puede seguir con la broma del cálculo político de que hacerle algo a Donald Trump por su responsabilidad criminal ese día significaría llevarlo de nuevo a la presidencia. Hagamos lo que hagamos, seguramente Trump regresará a la presidencia estadounidense. Sin embargo, la única manera de que no vuelva la mentira a la presidencia y la única forma de recuperar algo de sentido común en este mundo tan desquiciado, es que cada uno paguemos por lo que hacemos. Y, le guste o no, un fraude perpetuado meses antes de haber unas elecciones no debe quedar impune. Así como tampoco debe quedar sin castigo la violación del espacio físico donde la democracia estadounidense se practica cada día.

A esta situación no le veo más que una ventaja, que es el hecho de que hemos llegado al final de un camino. Y en ese final puede estar la destrucción del mundo que conocimos sin más –tal y como a otros imperios y a otras sociedades les ha pasado– o también podemos con la posibilidad de recuperar la pieza angular de nuestra vida. Esta pieza radica en el hecho de tratar de tener las verdades claras que alumbren valores, que podrán ser distintos y algunas veces enfrentados, pero que estén basados en la verdad.

Concluyendo, no basta con hacer apuntes o con evitar mencionar a Trump por su nombre. Lo que aquí se impone es la exigencia de las responsabilidades que cada uno hemos contraído con nuestro comportamiento. Y si esto se queda así –como una simple pelea dialéctica–, no solamente estaremos dejando a los malos libres, sino que estaremos sentando la base del Estado autoritario, donde no es necesario tener historia, ni razón, ni valores. Un Estado donde simplemente basta contar con un altavoz para repetir –una y otra vez– la mentira que termine siendo verdad.

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