Antonio Cuellar

Entre independencia y motín

La amenaza de cualquier partido o candidato contra el INE constituye una violación a la Constitución que lleva implícita la traición a México y a la democracia.

De acuerdo con el 41 de la Constitución federal, el Instituto Nacional Electoral es un órgano público autónomo dotado de personalidad jurídica y patrimonio propio, en el que descansa la autoridad máxima del país en el ámbito propiamente electoral, integrado por miembros del Poder Legislativo, los partidos políticos y la ciudadanía, que se rige por los principios de certeza, legalidad, independencia, imparcialidad, máxima publicidad y objetividad.

En esta función, al INE le compete fiscalizar los ingresos y egresos de los partidos políticos y sus candidatos, con la finalidad de corroborar, no sólo que los recursos que nutren la contienda partidista tienen un origen lícito, sino también que se gastan de manera equitativa, para mantener un piso parejo en el terreno de las campañas electorales.

La labor de vigilancia y control que en el ámbito electoral le es encomendada al INE en el texto de nuestra Constitución constituye un elemento imprescindible para un Estado que tiene la aspiración y pretensión mínima de ser y desenvolverse democráticamente, sin que dicho objetivo se satisfaga con motivo del mero proceso electoral.

El hecho de que tales principios consten bien documentados en el texto de la Constitución, en un dispositivo que se extiende al grado de incluir detalles como el referente al número de minutos de señales de radio y televisión a que los partidos políticos tendrán acceso durante los procesos electorales, obedece a razones de tipo histórico que no podemos olvidar jamás, y menos al provenir de épocas tan recientes.

No fue sino hasta haberse dado a conocer el resultado de las elecciones de 1988 –un momento en el que México enfrentó una grave situación de crisis política nacional–, que se justificó la sustracción de la atribución concerniente a la realización de los procesos electorales, entonces encomendada a la Secretaría de Gobernación, para trasladarse al primer órgano de rango constitucional que coexistió y convivió armónicamente con los poderes tradicionales, el Instituto Federal Electoral. Fue el reconocimiento de la necesidad de contar con un árbitro imparcial en los procesos electorales, lo que vino a constituir la génesis de una nueva democracia moderna.

El éxito de la función de vigilancia que le fue confiada, en la coyuntura de su esencialidad ciudadana, arrojó como resultado una treintena de años de estabilidad política y social de la que todos los mexicanos debemos sentirnos, no sólo tranquilos y agradecidos, sino también orgullosos. México ha atravesado tres procesos de alternancia política significativa sin haber afectado en modo alguno la paz de su población. Un fenómeno extraño, si nos damos cuenta de que venimos de una hegemonía partidista que no tuvo parangón en el resto del orbe.

El principio de independencia del que gozan las resoluciones del INE en el ámbito de sus funciones, tanto inherentes a la organización del proceso electoral, del conteo y lectura de sus resultados, como también de fiscalización de los partidos políticos, en ambos casos en su calidad de órgano administrativo en el que queda confiada la vigilancia del cumplimiento de la ley, constituye un pilar inquebrantable que se debe proteger a toda costa. La independencia del árbitro electoral se descubre ante la seguridad de que no hay factor alguno ajeno a la letra de la ley que pueda incidir en que la autoridad electoral se pronuncie en uno u otro sentido con relación al resultado electoral, expresado en las urnas por la ciudadanía.

La importancia del principio es evidente, pues no hace falta suponer ideas descabezadas para entender que, el sometimiento de la voluntad de los integrantes de su Consejo General, a los caprichos de los partidos o sus candidatos, conduciría a un sometimiento indebido de la votación popular y, por consiguiente, de la paz pública.

Es ahí en donde las demostraciones de violencia, física o verbal, en contra del INE o de los funcionarios en quienes queda depositada su dirección, cobra una dimensión diferente que con relación al resto de los órganos de poder público en el ámbito federal o de la vida interior de cualquiera de las entidades que la conforman. Cualquier marcha ciudadana dirigida a lograr la expedición de placas para conducir vehículos privados como taxis, o el aumento de los salarios de los trabajadores de la educación, como las padecemos todos los días en las grandes urbes del país, palidece ante la seriedad con que se debe asumir una afrenta de la misma naturaleza contra el árbitro electoral. La amenaza de cualquier partido o candidato contra el INE constituye una violación a la Constitución que lleva implícita la traición a México y al espíritu democrático de todos los mexicanos –interesados en la subsistencia de esa autonomía e independencia del instituto, para el bien de todos.

Por la misma razón, cuando una marcha o plantón se organiza por un candidato o dirigente partidista, con lujo de violencia, con la finalidad de intimidar a los consejeros del INE para obligarlos a adoptar una determinada resolución, así sea acorde o no a un derecho que a su favor consagra la ley, se debe de tomar en consideración lo que establece el tipo penal de motín, previsto por el Código Penal Federal, que tipifica como delito e impone la pena de hasta siete años de prisión a quienes para hacer uso de un derecho o pretextando su ejercicio o para evitar el cumplimiento de una ley, se reúnan tumultuariamente y perturben el orden público con empleo de violencia en las personas o sobre las cosas, o amenacen a la autoridad para intimidarla u obligarla a tomar alguna determinación.

A lo largo de los últimos meses se ha venido viviendo y sintiendo en el país un clima de inusual tensión por lo que sucede en la organización y planteamiento del proceso electoral de junio, en el estado de Guerrero. Sin adelantarnos a lo que debe de ser el más escrupuloso ejercicio de legalidad por parte de las autoridades electorales, administrativas y judiciales, por lo que respecta a la calificación del uso de recursos, ingresos y egresos administrados en cualquier etapa de la contienda, no podemos sino alzar la voz y hacer ver que, la violencia, no puede ser un camino posible que se pueda tolerar, en este ni en ningún otro proceso electoral por venir para aceptar el registro de cualquier candidato o leer el resultado de la contienda. No reconocerlo, sólo podría conducirnos a perder al único órgano al que podríamos confiar el sentido y validez de la decisión ciudadana, en la que se encuentra depositada la cohesión de nuestro tejido social, y la paz pública como ingrediente indispensable para la supervivencia del país.

COLUMNAS ANTERIORES

La contribución del gasto público… venezolano
El valor democrático de la juventud

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.