Monterrey

Eduardo Aguilar: La libertad en el parque libertad

Como toda gran urbe latinoamericana, en el Área Metropolitana de Monterrey es palpable la desigualdad, no solo en términos económicos, sino también espaciales. Allí puede observarse, de manera peculiar, el contraste entre grandes residencias que parecen palacios —concentradas en San Pedro Garza García— y las ciudades dormitorio de Santa Catarina; entre las casas de lámina de Juárez y los tejabanes en las orillas del Río Pesquería, en el municipio del mismo nombre.

En este contexto, el derecho a la ciudad ni siquiera se discute: queda suspendido y anulado por una estructura monstruosa, un entramado gubernamental-empresarial que históricamente ha desplazado a pobladores mediante amenazas, engaños y punta de pistola. Este fenómeno queda documentado en la obra “Donde habita el olvido: conformación y desarrollo del espacio público en el primer cuadro de la ciudad de Monterrey, 1980-2007”, del historiador Jaime Sánchez-Macedo, ganador del premio del Museo de Historia Mexicana en 2018.

No solo relata la historia del despojo ocurrido en el centro de Monterrey para construir el complejo Macroplaza-Paseo Santa Lucía-Parque Fundidora, sino que plantea una pregunta clave para seguir comprendiendo este espacio que llamamos Monterrey: “La concepción de patrimonio en un entorno urbano determinado pone de manifiesto las relaciones de poder entre habitantes y especialistas, en cuanto a qué y cómo debe ser restaurado un bien determinado”.

Por ello, el análisis de las relaciones de poder debe ser central, ya que a través de ellas comprendemos cómo se constituye el espacio. El historiador añade: “Con la creación de la Gran Plaza se definió de manera tajante lo que merecía ser considerado patrimonio y lo que no. ¿Qué valía la pena conservar? Hoy, la respuesta está a la vista de todos: los edificios de la Iglesia, el Estado y la burguesía. El resto fue —y parece seguir siendo— prescindible”.

Al hablar de “el resto”, se refiere a los espacios donde vivía la gente común —vecindades, casas, cuartos y departamentos— que ocupaban el primer cuadro de la ciudad, así como a los comerciantes y locatarios que desarrollaban allí sus oficios para sustentar a sus familias. Efectivamente, dentro de la dinámica de poder, estas personas carecieron de la influencia necesaria para evitar la destrucción de su entorno cotidiano.

Aunque esto podría parecer la norma, existe un caso excepcional que brinda un destello de esperanza: el movimiento Salvemos al Parque Libertad. Un grupo de vecinas logró detener la construcción de un hospital en un área verde —recién habilitada— en lo que fuera el Penal del Topo Chico, una prisión estatal fundada en 1943 que, tras más de 70 años de operación, fue convertida en parque. Este caso llama la atención por su peculiaridad: ¿por qué la comunidad se opondría a un hospital cerca de sus hogares? La respuesta es compleja. En primer lugar, el norte de Monterrey sufre un déficit crónico de áreas verdes. Pero, además, el proyecto respondía a intereses electorales, pues fue anunciado por el gobernador durante la campaña por la presidencia municipal, donde una de las candidatas era, precisamente, su esposa.

En segundo lugar, como señaló Frida Sandoval, una de las vecinas involucradas: “Nos querían hacer elegir entre dos derechos: salud y un medio ambiente sano”. ¿Qué motivaba al gobierno a plantear esta elección? La respuesta, creo, radica en la misma lógica de desigualdad estructural: las élites parecen concebir dos categorías de ciudadanía. Por un lado, los habitantes del norte de Monterrey —estigmatizados y tratados como ciudadanos de segunda—, a quienes se les niega el acceso pleno a derechos y servicios. Por otro, los residentes del sur o de San Pedro Garza García, considerados ciudadanos de primera con acceso irrestricto a todos los beneficios urbanos.

Esta situación refleja la violencia tanto simbólica como estructural, mecanismos que perpetúan las desigualdades urbanas. Sin embargo, las vecinas del Parque Libertad han demostrado que es posible desafiar este orden establecido. A través de su organización colectiva, no solo lograron ejercer un poder real sobre la configuración de su espacio, sino que desafiaron abiertamente las decisiones del gobernador. Combinando presión jurídica y acción simbólica, consiguieron hacerse escuchar mientras tejían una red de relaciones sociales capaz de contrarrestar los tradicionales desequilibrios de poder.

Hoy, en el norte de Monterrey, la defensa del Parque Libertad ha dado origen a algo más que una simple resistencia: se ha convertido en un espacio asambleario donde se materializa y ejerce la libertad. Este proceso no solo protege un área verde, sino que, en realidad, se ejerce el poder colectivo.

El autor es doctor en Economía Política del Desarrollo; profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de Monterrey y miembro del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores nivel 1.

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