Este domingo se realizará uno de los procesos electorales mas complejos, y por tanto importantes, en la historia de nuestro país. Durante el desarrollo de las campañas correspondientes se mostraron proyectos de gobierno aparentemente opuestos, pero que inevitablemente heredará la compleja problemática del presente.
A lo largo del tiempo que he compartido mis opiniones en esta columna, muchos de los temas que he tratado se relacionan con identificar la capacidad de la sociedad para resolver sus propios problemas, y el papel y los objetivos del mismo gobierno para proponer soluciones.
En el marco de las elecciones de este próximo domingo, considero importante volver a reflexionar sobre los objetivos de una política económica de cualquier gobierno, y observamos su estudio desde la perspectiva propuesta por la economía política.
La economía política (political economy) es el campo multidisciplinario de las ciencias sociales que estudia la producción, el comercio y su relación con la ley y el gobierno.
En otras palabras, es el estudio de cómo las teorías económicas afectan a diferentes sistemas socioeconómicos de toma de decisiones (incluyendo el capitalismo, el socialismo, el comunismo y sus puntos medios) junto con la creación e implementación de políticas públicas.
Esto es, desde un punto de vista más general, la economía política se centra en comprender cómo los sistemas económicos, las instituciones políticas y el medio ambiente se afectan e influyen mutuamente.
Las tres áreas de estudio interdisciplinario incluyen modelos económicos de procesos políticos, la economía política internacional y cómo afecta las relaciones internacionales, y la asignación de recursos en diferentes sistemas económicos.
Si regresamos a la pregunta básica sobre cuál es el objetivo de un gobierno, la primera respuesta idealista sería maximizar el “bienestar social” sujeta a los recursos con los que cuenta un sistema económico, mientras que una respuesta más cínica, pero válida desde el punto de vista de los estudios de economía política de autores como George Stigler (Premio Nobel en Economía 1982 por sus investigaciones acerca de la estructura de la industria, el funcionamiento de los mercados y las causas y efectos de las regulaciones públicas) sería maximizar su poder y capital político, medido en capacidad de apropiarse de rentas y generar votos, tal que le permitan continuar ejerciendo sus funciones y perpetuar su existencia, lo cual no necesariamente está vinculado a la versión idílica del gobierno inteligente, planeador y coordinador de Thomas More ó John M. Keynes, pero si más cercana a la búsqueda y administración del poder de Nicolás Maquiavelo y Thomas Hobbes.
Entonces, bajo esta óptica podemos comprender y terminar por aceptar que todas las medidas que parecen proponerse desde el gobierno tienen como objetivo primario hacer frente a los compromisos adquiridos obedeciendo a su agenda política; y esto no tiene nada que ver con nuestro elegantes y elaborados modelos teóricos y canónicos de finanzas públicas de impuestos óptimos dinámicos de Ramsey, precios de Lindhal en bienes públicos, o la consistencia dinámica de la política fiscal y monetaria a través de reglas claras inamovibles que garanticen certeza.
En otras palabras, culpar al gobierno de no actuar como “debería” de acuerdo con los cánones idílicos keynesianos centro-planeadores, es claramente desconocer que, en su naturaleza de economía política, el gobierno no busca el bienestar social como fin, sino primero, preservarse a sí mismo, y luego cumplir su agenda de trabajo y compromisos sociales, muchos de ellos vinculados a compromisos ideológicos más que a un programa de desarrollo científico-tecnológico que promueva el bienestar común.
El que algunos de estos programas promovidos por el estado beneficien a algunos grupos de la sociedad es una grata coincidencia, pero es claramente confundir el fin con los medios del gobierno.
Por tanto, si bien nuestro trabajo desde la academia y la ciencia económica es enseñar el potencial del gobierno para coordinar y mejorar situaciones donde la coordinación privada “no alcanza”, así como también reconocer aciertos o enfatizar los graves errores de política pública en términos de bienestar que desde las políticas propuestas por esta entidad se llevan a cabo, tarde que temprano debemos aceptar y enseñar que la función de los distintos organismos de gobierno, y más aún en aquellos altamente centralizados en su concentración de poder, son dar salida (pronta, oportuna y expedita) a las prioridades dictadas por el ejecutivo, y no necesariamente, hacer lo correcto.
Esto nos ahorraría muchos recursos en la búsqueda del siguiente héroe o caudillo que resuelva mágicamente nuestros problemas históricos, y nos permitiría observar con mucho mayor objetividad la riqueza de las soluciones que se pueden generar desde las instituciones descentralizadas como el ciudadano común, la familia, la empresa, los mercados, y la misma sociedad civil, si se cuenta con un marco institucional sólido provisto por el estado.
En estas elecciones votemos recordando que la democracia, la igualdad, la transparencia, y la justicia no son temas sujetos a negociación, sino el fundamento de un estado sobre el cual se construye la política pública y la vida social, independientemente del partido electo.