Sonya Santos

El eco de una prohibición

Durante siglos, en la Europa católica —y de manera particular en España—, así como en los territorios de América bajo su influencia, la cena de Nochebuena fue una mesa de vigilia, marcada por la ausencia deliberada de carne.

Durante siglos, en la Europa católica —y de manera particular en España—, así como en los territorios de América bajo su influencia, la cena de Nochebuena no fue un banquete de carnes asadas, jamones o aves rellenas. Por el contrario, fue una mesa de vigilia, marcada por la ausencia deliberada de carne. No se trataba de pobreza ni de escasez, sino de obediencia religiosa a las normas de ayuno y abstinencia dictadas por la Iglesia. Comer carne la noche del 24 de diciembre no era solo inapropiado, era pecado, una transgresión que recordaba que la Navidad comenzaba con contención y disciplina antes que con abundancia.

La explicación se encuentra en el calendario litúrgico católico. La Nochebuena es la víspera del nacimiento de Cristo, una de las mayores solemnidades del cristianismo. Como muchas vigilias, estaba sujeta a normas de ayuno y abstinencia, que buscaban preparar el cuerpo y el espíritu para la celebración. La carne, asociada al placer, a la abundancia y a lo carnal, quedaba fuera de la mesa.

Por eso, durante generaciones, la cocina navideña española se construyó desde la restricción. Pescados, mariscos, legumbres, verduras, dulces y panes especiales ocuparon el centro de la cena. No era una cocina triste ni pobre, era una cocina simbólica, cargada de significado, ingenio y memoria.

Aquí entra en escena una institución hoy casi olvidada: la Bula de la Santa Cruzada, un documento pontificio con fuerza jurídica mediante el cual la Iglesia regulaba prácticas religiosas y concedía privilegios espirituales. Desde la Edad Media, esta bula permitía a los fieles conmutar ciertas obligaciones penitenciales —como el ayuno o la abstinencia de carne— a cambio de una limosna destinada a fines religiosos y militares.

La bula fue, durante siglos, una pieza central del engranaje religioso, político y económico de la monarquía española. Se predicaba, se vendía y se renovaba periódicamente, y su recaudación llegó a convertirse en una fuente importante de ingresos para la Corona.

Sin embargo, no todo el mundo la compraba. En muchos hogares —especialmente en contextos rurales o populares— la abstinencia se seguía con rigor. En otros casos, incluso quienes podían permitirse la bula optaban por respetar la tradición. Así, la Nochebuena sin carne se consolidó no solo como una norma religiosa, sino como una costumbre profundamente arraigada.

Siglos después, en 1966, todo esto cambió de manera radical. Tras el Concilio Vaticano II, el papa Pablo VI promulgó la constitución Paenitemini, que reformó las prácticas penitenciales de la Iglesia. A partir de entonces, se redujo drásticamente el número de días obligatorios de abstinencia, y esta dejó de estar regulada por documentos como la Bula de la Santa Cruzada.

La responsabilidad pasó del mandato colectivo a la conciencia individual. La bula desapareció y, con ella, el marco normativo que durante siglos había definido qué se podía y no se podía comer en fechas señaladas.

Desde ese momento, comer carne en Nochebuena dejó de ser un problema moral. Y ocurrió algo revelador: cuando la prohibición desapareció, la carne se convirtió en protagonista. Corderos, cerdos, pavos y jamones comenzaron a ocupar un lugar central en las mesas navideñas, ahora no como excepción permitida, sino como símbolo de celebración, abundancia y modernidad.

La transformación de esta cena es un ejemplo claro de cómo la gastronomía refleja cambios profundos en la sociedad. Durante siglos, la mesa obedecía al calendario religioso; hoy responde al gusto, a la tradición familiar y al deseo. Lo que antes era una renuncia consciente se convirtió, con el tiempo, en una elección cultural.

Curiosamente muchos de los platillos que hoy consideramos “tradicionales” —el bacalao, los romeritos, los dulces conventuales— nacieron precisamente de esa prohibición. La creatividad culinaria floreció no pese a la restricción, sino gracias a ella.

Recordarlo no es un ejercicio de nostalgia, sino de comprensión. Al comer se está narrando la historia. Cada plato cuenta algo sobre el poder, la fe, la economía y la vida cotidiana de quienes lo prepararon.

Quizá por eso, incluso hoy, cuando nadie nos prohíbe nada, muchas mesas siguen sirviendo pescado en Nochebuena. No por obligación, sino por memoria. Porque las tradiciones, como los sabores, no desaparecen cuando se levantan las reglas, se transforman.

Y así, cada 24 de diciembre, entre carnes, pescados o ambas cosas, seguimos sentándonos frente a una mesa que —aunque ya no lo sepamos— aún conserva el eco de una antigua pregunta moral: ¿qué significa celebrar?

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