Sonya Santos

El Camino Real de Tierra Adentro

Más que comercio, el El Camino Real de Tierra Adentro fue un viaje de sabores, técnicas e ingredientes que dieron forma a la herencia gastronómica mexicana, escribe Sonya Santos.

Hay caminos que no solo conectan ciudades, sino que trazan destinos culturales. Tal es el caso del Camino Real de Tierra Adentro, activo entre 1598 y 1882, una ruta de más de 2,500 kilómetros que unía la Ciudad de México con Santa Fe, en lo que hoy es Nuevo México. Durante casi tres siglos fue la gran arteria del norte, donde por ahí circularon caravanas de plata, mercancías, soldados, misioneros y viajeros. Pero también fluyó algo menos visible y más profundo; los sabores, técnicas y alimentos que conformarían una de las herencias más duraderas de nuestra historia, la culinaria.

El trayecto podía tardar hasta seis meses de ida y vuelta, dependiendo de las condiciones climáticas, los ataques de grupos hostiles o las dificultades del terreno. Cada caravana debía prever el camino hacia Santa Fe, y también su regreso a la Nueva España, cargando con lana, pieles, artesanías locales y, sobre todo, nuevas costumbres e ingredientes que transformaban las cocinas del centro y sur del virreinato. El viaje no era solo de mercancías, era un intercambio cultural de ida y vuelta.

El itinerario atravesaba ciudades clave como Querétaro, San Miguel el Grande, Zacatecas, Durango y Chihuahua, hasta culminar en Santa Fe. Esa villa, fundada en 1610, representaba el enclave más septentrional del Imperio español, la frontera entre lo conocido y lo incierto. Allí llegaban los cargamentos de harina del Bajío, las frutas secas de Guanajuato, los chiles de Querétaro y los animales de pastoreo del occidente, para encontrarse con el maíz azul, los frijoles pintos y las carnes secas de los pueblos originarios del norte. Santa Fe funcionaba como nodo de redistribución y como laboratorio cultural, donde se entrelazaban lo europeo, lo indígena y lo mestizo.

El viaje mismo era una escuela de alimentación. Las caravanas debían prever provisiones capaces de resistir largos trayectos, llevaban pinole, tasajo, tortillas duras, gorditas de maíz, queso seco y frijoles cocidos que se recalentaban en fogones improvisados. Estos alimentos, además de ser recursos prácticos, se convirtieron en símbolos de resistencia y de identidad, que acompañaron a comerciantes, soldados y familias enteras en su tránsito hacia el septentrión.

De este flujo surgieron huellas gastronómicas que permanecen hasta hoy. En todo el corredor dejaban a su paso las conservas de frutas y los caldos robustos que recordaban la cocina castellana adaptada a ingredientes locales. La mesa del Camino Real de Tierra Adentro no era uniforme, era un mosaico en constante movimiento, que probaba que la cultura también viaja envuelta en ollas y costales.

Mirar hacia Santa Fe es reconocer que aquel destino final condensaba mercancías y representaba la expansión de una frontera cultural, donde la comida fue puente, resistencia y herencia. En cada regreso de las caravanas a la Nueva España volvía el eco de los mercados de Santa Fe, una memoria compartida que, hasta hoy, se paladea en cada platillo de nuestra tradición.

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