Sonya Santos

La estética del gusto en escena

Instalaciones, performances y propuestas culinarias exploran los sentidos desde una nueva sensibilidad que desafía los postulados clásicos.

En el arte contemporáneo, la gastronomía ha dejado de ser un acto meramente cotidiano para convertirse en un lenguaje estético y reflexivo. Instalaciones, performances y propuestas culinarias exploran los sentidos desde una nueva sensibilidad que desafía los postulados clásicos, como los de Immanuel Kant, quien en su Crítica del juicio (1790) relegó el gusto al plano de lo subjetivo y corporal. Para el filósofo alemán, los sentidos nobles —la vista y el oído— eran los únicos capaces de sostener juicios estéticos universales. Comer, por tanto, no podía considerarse arte; el placer gustativo era personal, ligado al deseo y al consumo.

Pero el siglo XXI ha transformado esa percepción. La división entre pensar y sentir, entre arte y vida, se ha vuelto más profunda. Hoy se reconoce que el gusto puede ser una vía legítima de conocimiento, memoria e imaginación. La gastronomía como arte no solo nutre el cuerpo, igualmente estimula la reflexión crítica y despierta otros aspectos del ser humano.

Lejos de ser un acto neutro, comer implica decisiones cargadas de historia, poder y cultura. Ingredientes, técnicas y recetas están atravesados por contextos de migración, colonialismo, resistencia o ecología. Cocinar con maíz criollo, recuperar saberes ancestrales o elegir el origen de cada insumo no es un gesto decorativo, sino político. Así, la gastronomía contemporánea se convierte en una herramienta para cuestionar cómo comemos, quién produce y qué valores cultivamos a través de los alimentos.

Uno de los artistas que abrió camino en este terreno fue Rirkrit Tiravanija. En su célebre obra Untitled (Free) (1992), transformó una galería de Nueva York en una cocina donde preparaba curry tailandés para los visitantes. La comida dejaba de ser un objeto estético para convertirse en una experiencia compartida, en un arte relacional que borraba la distancia entre el creador, la obra y el público. Cocinar y comer juntos era, en sí, el acto artístico.

Este tipo de propuestas replantean la noción misma de estética. El arte no es solo lo que se contempla con los ojos, sino también lo que se huele, se saborea, se vive. Filósofos como Carolyn Korsmeyer han retomado esta idea, cuestionando la jerarquía sensorial que durante siglos subordinó el gusto y el olfato. Para ella, degustar puede ser un juicio estético complejo, cargado de referencias culturales y emocionales.

Cocineros como Ferran Adrià en España y Dominique Crenn en Estados Unidos han llevado esta visión a sus restaurantes. Adrià, con elBulli, convirtió cada platillo en una exploración sensorial e intelectual; espumas, esferificaciones y técnicas deconstructivas no solo buscaban sorprender al paladar, sino también provocar preguntas sobre la esencia de la comida. Crenn, por su parte, describe su cocina como poesía comestible, cada sabor cuenta una historia de territorio, afecto y pertenencia.

En América Latina, proyectos como el de Virgilio Martínez en Perú, reivindican los ingredientes originarios como símbolos de identidad y resistencia. Aquí, el maíz además de ser un alimento es territorio, historia y símbolo. Comer conecta con lo ancestral y lo colectivo, mostrando que la estética del gusto no se opone al pensamiento crítico, sino que lo encarna.

Esta mirada ha permeado también la hospitalidad de alto nivel. En Yucatán, el empresario Raúl Casares Vales, al frente del Hotel Mansión Mérida, ha llevado la cocina regional a una nueva dimensión estética. El hotel, ubicado en una casona del siglo XIX que perteneció a su bisabuelo, conserva su esplendor histórico, ahora resignificado como homenaje a la memoria familiar y la identidad yucateca. En su restaurante, cada platillo tradicional —desde una cochinita pibil hasta un tamal colado— está concebido para saborearse, pero también para contemplarse en un ambiente de tradición. La presentación cuida cada detalle; el color, la textura, la disposición. Para Casares, la belleza también se saborea, y la cocina es arte cuando logra conmover desde lo sensorial.

Los museos, por su parte, a su vez han comenzado a explorar estas vías. Instituciones como el MoMA, el Tate Modern o el Museo MARCO han incorporado performances culinarias y obras multisensoriales que activan todos los sentidos del visitante. El espectador ya no es pasivo: huele, toca, saborea, participa.

El arte del siglo XXI ya no se limita a lo visual. También se saborea. Y en esa expansión sensorial, la gastronomía se alza como una práctica artística capaz de emocionar, cuestionar y transformar, tanto como cualquier obra en un museo.

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