Parecería que democracia y autoritarismo son excluyentes, pero no es así. Son dos caras de la misma moneda. La mayoría de los regímenes autoritarios devienen de democracias fallidas. La democracia no es una panacea, como muchos tratan de entenderla, es solo una manera de convivencia de las diferencias en forma civilizada. Impera la tolerancia, se vislumbra lo diverso como otra opción para encontrar soluciones, se preservan libertades y se busca construir consensos. Es una forma de vida distinta a las anteriores sociedades monárquicas o totalitarias.
La democracia es el origen del Estado de derecho, la división de poderes, la libertad religiosa, la libertad de expresión, la seguridad y la certeza de una convivencia armónica de lo divergente; es la fiscalización y la transparencia, es el reconocimiento de los derechos de las minorías, es la igualdad en contra de discapacidad o género, edad, preferencia sexual; en fin, se fundamenta en la dignidad humana de toda persona.
El autoritarismo, por el contrario, rechaza la pluralidad, destruye lo diverso, busca la unanimidad por encima de la razón, atenta contra libertades de expresión, de tolerancia, de reunión, de organización, impone su propia visión del mundo, centraliza decisiones y desdeña el consenso, el diálogo o el debate. Suprime la opinión pública, acosa a los medios de comunicación y, en muchos casos, además de la falta de trasparencia y rendición de cuentas, se liga con organizaciones delincuenciales.
Pero el autoritarismo, como ha sucedido en América Latina, surge de regímenes democráticos que han fracasado por corrupción, burocratismo, agotamiento del sistema de partidos, descrédito de la autoridad pública, falta de transparencia, incremento de la delincuencia. Es la cultura política, entendida como conocimiento y actitudes, que una sociedad determinada manifiesta en el sistema político en que se encuentra, lo que marca el avance democrático, o bien lo neutraliza. Tiene que ver con los sentimientos acerca del sistema político. Si bien las sociedades modernas tienen un marco constitucional semejante, adoptan los derechos humanos, la fiscalización, la transparencia y las libertades, la calidad de la democracia no es la misma en los diversos estados, pese a fundamentarse en principios semejantes.
El autoritarismo es una respuesta a democracias que no han logrado mejorar la calidad de vida de la población, con niveles semejantes de bienestar. Se plantea como alternativa a esa forma de ejercer el poder, cuestionando su eficiencia y sus metas. Sin embargo, el autoritarismo, al acabar con los equilibrios de poder y las libertades, da paso a mayores problemas, aumenta la corrupción, la élite del poder se hace más ineficiente, pero más controladora. Se inhiben libertades. Se utiliza el populismo como estrategia de comunicación, buscando una homogeneidad inexistente en una sociedad plural. Se infunde temor a través de los controles discrecionales del poder estatal. Se degrada la vida en la sociedad y no se logra mayor desarrollo.
México vive en ese momento de definición entre autoritarismo y democracia. Para AMLO no hay ‘los otros’, son traidores o corruptos, culpables de todos los males, sin acceso al diálogo con la investidura presidencial, que debe ser ‘respetada’ y no cuestionadas sus decisiones. Solo él posee la versión del mundo, la única correcta. No es Presidente de la nación, es un autoritario en el ejercicio del poder público, que confronta y polariza, para imponer su razón, cualquiera que ésta sea. Su transformación es contradictoria. Altamente neoliberal, en muchos aspectos, altamente regresiva en otros, y claramente contraria a una visión de una izquierda moderna.
El país ciertamente confronta el problema de la pobreza, que AMLO ha incrementado, del desarrollo, que se ha frenado, de las libertades, que están amenazadas, de la falta de empleo, que ha crecido, de la inseguridad que registra el mayor número de homicidios y de feminicidios de la historia moderna. Pero AMLO elude estas discusiones frente a la inexplicable riqueza de sus hijos, confronta con una reforma electoral que amenaza al sistema político-electoral. Bajo la premisa de que la democracia es cara -por lo menos a él le cuesta mucho trabajo no violar leyes y respetar derechos-, apuesta en contra del sistema político-electoral construido en años, por consenso de oposiciones y gobierno.
La destrucción del Instituto Electoral de la Ciudad de México apunta a lo que vendrá. La destrucción en otros estados de los órganos electorales y el cuestionamiento de las autoridades de estos, para en caso de perder elecciones, llamar a fraude. No es lo mismo que un partido político alegue irregularidades electorales, a que un gobierno cuestione resultados si es derrotado.
Al IECDMX se le redujo el presupuesto, se le eliminaron sus áreas operativas: unidad de fiscalización; centro de formación y desarrollo; unidad de vinculación con organismos externos; unidad de género y derechos humanos; unidad de atención a órganos desconcentrados, con lo cual se vulnera su autonomía. No podrá capacitar ni formar cultura cívica, ni difundir derechos humanos o de las mujeres; no podrá supervisar el uso de los recursos públicos; tampoco vincularse con otras instituciones u organizaciones. Sheinbaum, sin sonrojo, dice que el problema es un exceso de plazas. Pero todos sabemos cuánto le dolió la derrota electoral en la ciudad. Y es un peso de una plaza, sobre su candidatura presidencial.
Solo la unidad de las oposiciones, con un programa, un candidato electo por la sociedad, un gobierno de coalición y una mayoría legislativa coaligada, puede frenar el autoritarismo y volver a buscar, bajo nuevos esquemas, el equilibrio del poder y mejorar sus resultados, por la vía del consenso. Requerirá de un titánico esfuerzo tras la destrucción por parte de la 4T. Pero sin duda, la 4T y sus aliados no son invencibles. Aunque protejan a la delincuencia organizada que les apoya, como seres humanos.