Rolando Cordera Campos

¿Qué hacer para crecer? (I): la renuncia

Si alguna fórmula institucional puede inspirarnos para dar curso a una efectiva y duradera recuperación económica que también sea social, es la de un programa nacional de inversiones.

A raíz de la participación en un foro convocado por el Consejo Coordinador Empresarial, en ésta y la siguiente entrega comparto con los lectores de El Financiero algunas de las reflexiones en torno a ¿Qué hacer para crecer?, pregunta que debería congregar a todos los actores y sectores a debatir de manera amplia y plural los caminos, las condiciones, las políticas, los acuerdos y las instituciones imprescindibles para hacer del desarrollo, el acuerdo nacional de nuestro presente.

Esta pregunta, al parecer cada día más impertinente para el gobierno, sucede a la que nos hicimos hace poco más de veinte años en Huatusco, a convocatoria del amigo y colega Javier Beristaín: ¿Por qué no crecemos? Entonces, veníamos de lo que parecía ser, a fin del siglo XX, una recuperación virtuosa que combinaba un crecimiento económico alto de alrededor de 6.0 por ciento, con el cambio político pacífico y democrático en el poder presidencial, con la llamada ‘alternancia’ del año 2000. Luego todo cambió y la economía se pasmó.

¿Por qué no crecemos, (nos) cuestionábamos, si hemos hecho lo aconsejado en materia de reformas institucionales dirigidas a hacer de la mexicana una economía abierta y de mercado, lista para inscribirse con pujanza en el nuevo y portentoso mundo de una globalización sin Guerra Fría?

Observando lo muy poco y sin consistencia que entonces se hacía en materia de inversión pública y programación del crecimiento, así como en promociones consistentes y sostenidas articuladas por una política industrial renovada y orientada a aprovechar las oportunidades que abría para México el recién estrenado TLCAN, Jaime Ros y José Casar, queridos amigos y colegas, respondían: ¿Y por qué habríamos de crecer?

No hemos crecido lo prometido y calificado de mínimo socialmente necesario porque hemos decidido, en los hechos duros de la política económica, no hacerlo. Porque hemos asumido que la estabilidad macroeconómica es condición inapelable para que formaciones económicas como la nuestra transiten por los océanos globales sin mayores aspavientos y tropiezos. Mantener controlada la deuda pública externa y conservar permanentemente una determinada relación entre dicha deuda y el PIB es, sin apelación, la clave maestra de un crecimiento que puede ser estable, pero no rápido ni sostenido.

¿Qué hacer entonces si de lo que se trata es de crecer, como lo exige una demografía pujante y también transformada? Para empezar, forjar una voluntad y una visión que ponga al crecimiento en el centro y al desarrollo como objetivo histórico maestro. Que los entienda como una combinación dinámica, pero central entre crecimiento económico y redistribución social. Redefinir nuestros criterios de evaluación y desde ahí nuestras visiones y opciones estratégicas.

En un sentido similar al planteado, conviene proponer como ecuación maestra la sugerida alguna vez en Santiago de Chile, en la Cepal, por Joseph Stiglitz: entender y concebir el desarrollo como una combinación entre transformación social, que recoge cambios de estructura en la economía, pero desemboca en lo social, y aprendizaje democrático, impensable sin crecientes dosis de participación deliberativa de las comunidades.

Desde plataformas como las sugeridas, podemos entrar con pie firme y decidido en los territorios de la política económica propiamente dicha, en sus equilibrios entre lo fiscal y lo monetario, así como en los del endeudamiento, los de la programación de inversiones, la construcción paciente pero consistente de conversaciones deliberativas entre el Estado y las organizaciones sociales, de las fuerzas productivas de la economía y de la representación de causas y reclamos, etcétera.

Si alguna fórmula institucional puede inspirarnos para, racionalmente, dar curso a una efectiva y duradera recuperación económica que también sea social, es la de un programa nacional de inversiones que exprese la voluntad renovada de los mexicanos de crecer y desarrollarse.

Cómo y con quiénes; en qué montos y a qué plazos; en dónde y con qué mapa de conexiones existentes o por crear, para hacer del avance regional un desarrollo nacional efectivo y reivindicar nuestra herencia histórica: México, país de regiones, sería materia prima de dicho programa nacional que daría asiento y solidez a la (reconstrucción) de la economía mixta que se nos extravió con las tormentas financieras de fin de siglo. Entraríamos entonces en los territorios abandonados, ¿olvidados?, de la planeación social del y para el desarrollo.

Al incorporar orgánicamente a la cuestión social como componente estelar de la política y de la economía, podríamos dar la bienvenida al vocablo prohibido de nuestra historia moderna de la economía y el desarrollo: consensar entre todos los sectores una reforma fiscal progresiva y redistributiva. Desde ahí podríamos caminar a una reforma hacendaria propiamente dicha, que contemple la formulación y evaluación del gasto público y redefina su composición e implicaciones macroeconómicas, para el crecimiento y el desarrollo. Pasaríamos así de la economía a la política y de ahí al Estado para proceder a su reforma desde sus tuétanos y núcleos fundamentales.

El crecimiento dejaría de ser visto como prenda accesoria y empezaría a reconocerse como misión transformadora no sólo de la economía sino de la sociedad y del Estado.

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