Cronopio

Acapulco como proyecto

El Presidente no debe conformarse con reconstruir un puerto turístico con un montón de problemas. Debe convocar a rehacer un futuro.

Un desastre natural es inevitable. Es azar que escapa a la voluntad, a la elección, al dominio. Recordatorios fugaces y crueles de la fragilidad humana. Una sacudida que es retorno intempestivo al estado de naturaleza. A esa condición de sobrevivencia anárquica, salvaje, conflictiva. Al miedo y la incertidumbre que desgarran la existencia social.

No se puede responsabilizar a nadie del huracán. Sí de la previsión y de la respuesta del Estado. La desinstitucionalización del país que ha emprendido el Presidente en su administración tiene un trágico colofón en Acapulco. Con tal de apropiarse de las reservas financieras de la protección civil, el robusto sistema nacional quedó reducido a un programa presupuestal de “insumos y servicios” (véase DOF 06/06/2023). Indicios de improvisación sobran. Nadie alertó oportunamente a la población de lo que podía ocurrir, salvo un escueto comunicado en algún sitio oficial que, por lo visto, nadie vio. No se activaron protocolos de actuación y coordinación. Si bien existen registros de que el huracán no siguió un patrón predecible, la propia autoridad reconoció en la declaratoria oficial de emergencia que tuvo datos para presumir que Otis no sería un temporal de ocasión. Pasaron días sin la imagen de la presencia visible del Estado. Esa presencia que pone orden y trasmite calma. Salvo una imagen: la de un Presidente estancado en el lodo de sus animadversiones.

La gestión de la crisis, hasta ahora, no es alentadora. Es cierto que conforme los días avanzan, es visible la mano del gobierno federal. Las comunicaciones se reestablecen gradualmente, la ayuda fluye, se toman decisiones. El problema es que no se vislumbra una intervención más allá de la mera gestión de la emergencia. La receta de los incentivos fiscales, los presupuestos de rehabilitación y las ayudas asistenciales a los damnificados no se corresponde con el tamaño del desastre, pero, sobre todo, no se compadece con la historia crónica de pobreza, violencia, desigualdad y atraso de Guerrero y de su propela económica. De esa región de las guerrillas, de la plaza de las tragedias de Aguas Blancas y Ayotzinapa, de las montañas de los cultivos clandestinos de mariguana y amapola, del refugio agreste del crimen organizado, de la atractiva bahía del narcomenudeo y la extorsión, de la selva del Estado fallido. Guerrero y Acapulco no son el epicentro de un latigazo de la naturaleza: es estampa de las contradicciones del modelo de desarrollo del país.

La guerra, decía William James hace más de un siglo, puede ser una fuerza poderosa para el bien. Los Estados de bienestar, por ejemplo, surgieron de la necesidad de desactivar socialmente el pulso fascista y de reconstruir naciones enteras después del colapso de la Segunda Guerra Mundial. Los desastres naturales pueden ser ese “equivalente moral a la guerra” que proporcione nuevos significados a la pérdida. Deben ser momentos para reconducir sacrificios, energías, recursos y compromiso detrás de grandes objetivos. Y ese objetivo no es repellar la tragedia natural y dejar las grietas de la tragedia social. Es rehacer nuestro pacto social desde Acapulco.

El Presidente no debe conformarse con reconstruir un puerto turístico con un montón de problemas. Debe convocar a rehacer un futuro. Imaginar una ciudad habitable, sustentable, segura, justa. La pandemia y los riesgos climáticos han rehabilitado al Estado como esa entidad soberana con el poder de movilizar a toda la sociedad detrás de una misión común. Poner en pie a Acapulco requiere no sólo proteger a las personas de la vulnerabilidad, sino diversificar la economía de la región, implantar nuevos motores de desarrollo, canalizar inversión e innovación, detonar ventajas comparativas como el paisaje y el medio ambiente. Una nueva forma de intervención del Estado y de entendimiento con la iniciativa privada. Reanimar la perspectiva de largo plazo en la planeación urbana. Organizar servicios públicos eficientes e inclusivos. Rediseñar las instituciones de gobierno local para que la vida camine sola cuando todos se marchen.

Otis se llevó vidas humanas, patrimonios y la esperanza de muchos, pero también dejó un reto que definirá a esta generación: su capacidad de emprender un proyecto común que nos unifique y dignifique a todos. Quizás eso sí pueda merecer llamarse transformación.

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