Sobreaviso

Tiempos de confusión

Aun cuando el Ejecutivo asegura que estos son tiempos de definición, lo evidente es una confusión que, en su desconcierto, pone en juego la estabilidad política y social.

Aun cuando con enorme simpleza e, incluso, a veces con procaz altanería –infame la descalificación y recalificación de Cuauhtémoc Cárdenas–, el presidente López Obrador sostiene que estos son tiempos de definición, lo evidente es un momento de confusión. Desconcierto y alboroto que, de persistir, compromete la estabilidad política y social, colocando en peligro la recuperación.

Tal confusión no sólo afecta al movimiento liderado por el propio mandatario, también a más de un grupo de la oposición partidista u organismo de la resistencia civil. Unos y otros se mueven y desgañitan sin desplazarse del sitio donde se encuentran y en su dinámica se complementan en el despropósito de quitarle, en vez de darle perspectiva al país.

La desesperación por conservar o conquistar el poder sin reparo ni decoro está haciendo presa a esos polos. Y, en su afán de arrogarse respectivamente la representación, encarnación y orientación del pueblo o la sociedad civil, espolean la posibilidad de un nuevo desencuentro nacional.

Un desacuerdo más de los que tanto daño nacional han causado.

Andrés Manuel López Obrador puede jactarse ahora de no ser un político titubeante, zigzagueante ni andarse por las ramas y querer plantarse en la escena como un izquierdista revolucionario de viejo cuño. Puede, pero no respalda tal postura su origen, trayectoria y desempeño, como tampoco la composición de lo que fue su equipo de campaña y, más tarde, su primer gabinete.

En rigor, la pluralidad, versatilidad y flexibilidad políticas que el hoy titular del Ejecutivo mostró como candidato fueron, entre otros factores –destacadamente la corrupción y negligencia de los anteriores gobiernos–, cualidades que le acarrearon simpatía electoral. Que más tarde haya resuelto salir de los colaboradores que le daban sentido, equilibrio, viabilidad y sensatez a la pretendida transformación y, con ello, defraudar a amplios sectores socio-electorales que, justo por eso, sufragaron a su favor, sólo se explica de dos modos.

Uno, carente de la estrategia requerida para alcanzar los objetivos anhelados, en el curso del primer trienio de gobierno se fue desesperando con quienes cuestionaban u objetaban el camino y, por lo mismo, se fue recargando de más en más en quienes de la lealtad hacen y hacían fe ciega y del aplauso huella de su aportación. La confusión, no la definición comenzó a marcar la ruta y el ritmo de los pasos.

Dos, firme y claro en la dirección del gobierno, resolvió traicionar –entendiendo el engaño como recurso político y no como principio moral– a los sectores sociales convocados a apoyarlo (clases medias, en particular) y a quienes invitó a colaborar, aun cuando no compartiera con ellos su convicción y credo.

Aquellos sectores y aquellas personalidades le interesaban para acceder al poder, no para ejercerlo.

A partir del momento que el mandatario se declaró un radical (sin mucha claridad del sentido, estrategia, velocidad y ritmo del gobierno) vino la confusión.

Se desatendió al movimiento metiéndolo en un tráfago imparable de tareas, sin dejarlo consolidarse, organizar y reposar. Se descuidaron enclaves electorales fundamentales –notoriamente la capital de la República y otras plazas urbanas importantes–. Y, en el ansia de ganar margen de maniobra en la operación y tiempo en la incierta maduración de obras y programas de gobierno, precipitó el juego sucesorio, al tiempo de ahondar la polarización.

Sucesión y polarización le rindieron frutos en un primer momento. Insertó al país en un concurso particular y una tirantez general. Entusiasmó, confrontó y maniató a los predestapados que se desviven por no chocar con él; y colocó en un apuro (del cual no sale) a la oposición, arrastrando con ella a la resistencia civil que ingenuamente depositó su esperanza en ella.

Escapó al cálculo que conforme se acercará la designación de quien hiciera suya la candidatura de Morena, las pugnas internas pudieran dar lugar a desprendimientos o fracturas en el movimiento.

El crujido escuchado a finales del año pasado, cuando se daba por sentada la salida de Ricardo Monreal no sólo de la coordinación parlamentaria del Senado, sino del movimiento y su paso probable a otra formación; y, luego, lo sucedido en Coahuila, donde un suspirante rebelde sin mucho peso, como lo es Ricardo Mejía, quebró la alianza opositora y, muy probablemente, provoque no sólo la derrota del candidato de Morena, sino el triunfo del partido tricolor, encendieron las alarmas y ahondaron la confusión.

Tras desemparejar por meses la cancha del concurso interno, ahora se quiere emparejar sin quitarle inclinación; dar trato semejante, pero no igual a los nominados y no nominados por el mandatario; perfilar sin definir el diseño de la batería de encuestas para seleccionar a quien se quede con la candidatura.

Así, hoy, los suspirantes sonríen de dientes para afuera entre sí, se patean por debajo de la mesa sin dejar ver los pies y corean con nerviosismo: ¡Unidad!

En el fondo de su ambición y confusión, los presidenciables de Morena saben que al final quien ocupe Palacio Nacional romperá con el padrino del juego, aun cuando ahora eviten confrontarse con él o, peor aún, simulen ser calca exacta de él. Saben también que, al haber sido señalados por él, los tiene en un puño y que, de sucederlo, gobernarán bajo presión y con reducido margen de maniobra.

Saben eso, como también que cuentan con ese invaluable activo que es la oposición que, sin querer y con su constante mezquindad y desatino, les resulta de enorme utilidad. De ella será menester escribir en otro Sobreaviso.

Lo cierto es que son tiempos de confusión, no de definición.

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