Apenas un mes después de la jornada de votación y aún con la parte final del proceso electoral en curso, el presidente de la República y su partido han declarado que están preparando una iniciativa para reformar la legislación electoral. De avanzar, sería la séptima en las últimas tres décadas, pues como sabemos, México ha impulsado la democratización de su régimen político por la vía de los acuerdos políticos que hicieron posibles las seis reformas previas.
Cada reforma fue planteada para fortalecer autoridades y procedimientos electorales; sobre todo, para darle mayor credibilidad a las elecciones y para atender, por la vía del consenso, los problemas de la coyuntura política. Así surgieron figuras como la fiscalización centralizada, la casilla única, un modelo de radio y televisión que solo permite difundir propaganda político electoral en los tiempos oficiales del Estado administrados por el INE o los abigarrados recuentos de paquetes electorales que dieron respuesta a la demanda del voto por voto de 2006.
La lógica de las reformas anteriores ha sido similar: fueron los partidos de la oposición quienes propusieron cambios al sistema para volverlo, en su opinión, más equitativo y con reglas que definan canchas parejas para la competencia. Lo trascendente ahora es saber por qué se amaga desde el poder con una reforma que modifique aspectos sustanciales del sistema nacional de elecciones surgido de la reforma 2013-2014, en un momento en el que todavía no sabemos qué efectos tendrán las impugnaciones promovidas ante los órganos jurisdiccionales.
Y si bien se alude a la necesidad de ‘disminuir costos’ y a ‘evitar duplicidades’ entre las atribuciones de los órganos nacionales y los estatales, es un hecho que hay posicionamientos sobre la reforma que llaman la atención por los preocupantes mensajes que entrañan. De entrada, ¿por qué una reforma cuando el modelo actual permite elecciones auténticas y técnicamente bien organizadas? ¿Por qué apresurar cambios al modelo cuando no ha concluido el proceso y menos aún se ha instalado la nueva Cámara de Diputados?
Buscar que las elecciones cuesten menos es un propósito plausible y digno de acompañarse, el punto es cómo lograrlo; en mi opinión, no es desapareciendo a los OPLES o eliminando áreas del INE sin diagnósticos claros y sin oír argumentos técnicos de sus autoridades. No le demos vuelta, los verdaderos cambios que generarían ahorros considerables están, entre otros aspectos, en la incorporación del voto electrónico cuya implementación se ha diferido desde 2010.
Llaman la atención también las múltiples propuestas de legisladores que abiertamente quieren remover o, al menos acallar, a las y los consejeros, que no opinen y, por consecuencia, que no contradigan posturas de grupos mayoritarios, a pesar de la obligación que estos funcionarios tienen para informar sobre el desarrollo del proceso o para defender a la institución de los embates de servidores públicos o de atrocidades que estuvieron a punto de ocurrir como los casos Bonilla y Salgado Macedonio; o las que tienen que ver con quitar recursos al INE sin más, como en el tema de la consulta que ahora sí se sujetará a lo previsto en la ley y a la organización de la autoridad.
En el calendario electoral, todavía es tiempo de los tribunales, de que procesen el alud de impugnaciones que presentaron partidos y candidatos y de que la sociedad sepa cómo se integrarán en definitiva los órganos y autoridades emanados de las elecciones recientes. Son momentos en los que todos debemos actuar con mesura, de reconocer las fortalezas institucionales que tenemos y donde, además, se requiere oír la voz de una oposición que no puede seguir nadando de ‘muertito’ en un mar turbulento que amenaza con derrumbar logros democráticos construidos con mucho esfuerzo.