Lo que hemos visto en las últimas semanas empieza a despejar la incógnita que muchos tenían al inicio de este sexenio: ¿quién gobierna México? La respuesta, cada vez más evidente, es que no es Andrés Manuel López Obrador, sino Claudia Sheinbaum. Contra lo que tanto se ha repetido, su presidencia no es una calca ni una obediente continuidad de la anterior.
Es cierto que comparten el mismo proyecto político esencial: la consolidación de un régimen anclado en un partido hegemónico. También buscan la concentración del poder y la erosión de contrapesos institucionales. La reforma al Poder Judicial, la desaparición de organismos autónomos y la reciente iniciativa sobre la Ley de Amparo lo confirman. Pero más que planes heredados, se trata de una visión de Estado que Sheinbaum comparte con López Obrador.
Seguramente en los cálculos de Sheinbaum entra López Obrador. Sabe que sigue siendo un factor real de poder y el líder indiscutible del movimiento que fundó. Ha reiterado en múltiples ocasiones el agradecimiento y respeto que le tiene.
Pero cada vez se marcan más las diferencias en sus decisiones y en su estilo. Estas diferencias dejan claro que la presidencia no se maneja a control remoto desde Palenque. La que gobierna es ella.
El cambio es de forma y de fondo. En el Grito de Independencia, Sheinbaum imprimió un sello propio: convirtió la ceremonia en un acto de inclusión al rescatar la memoria de mujeres insurgentes. Mencionó a Josefa Ortiz con su apellido de soltera y dio vivas a las heroínas anónimas y a las mujeres indígenas.
En vez de consignas de facción, optó por vivas a la igualdad, la justicia y la dignidad del pueblo. Muchos vivas, ninguna muera, ni referencia a la Cuarta Transformación, como le gustaban a López Obrador.
El desfile militar fue igualmente significativo. Por primera vez, una mujer pasó revista a las tropas, acompañada por una escolta integrada solo por cadetes femeninas. Y, en contraste con su antecesor, Sheinbaum invitó al templete a representantes del Congreso, incluida Kenia López Rabadán, presidenta de la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados y militante del PAN. El gesto proyectó, si no apertura, al menos institucionalidad.
Aún más revelador fue el discurso del secretario de la Marina en el desfile militar. Reconoció que hubo “actos reprobables” en el pasado ante los cuales hubo que dar un “golpe de timón”. Admitió que “fue muy duro aceptarlo, pero hubiera sido absolutamente imperdonable callarlo”. Sostuvo que esos hechos no definen a la Marina porque, gracias a la decisión de actuar con firmeza, “el mal tuvo un fin determinante; en la Marina no encontró lugar ni abrigo”.
La semana pasada escribí que el golpe contra los sobrinos del almirante Rafael Ojeda llevó la ruptura con la política de “abrazos, no balazos” a un nivel superior. Exhibió complicidades en la cúspide del gobierno de López Obrador y golpeó directamente la bandera de la “honestidad valiente”. Ahora, el discurso del almirante secretario no puede leerse sino como una crítica que profundiza esa distancia.
No parece que Sheinbaum busque una ruptura con su antecesor. De hecho, en la mañanera de este jueves más trató de hacer control de daños. Pero el sexenio apenas comienza y, conforme avanza, va imprimiendo cada vez más un sello propio a su gobierno. Lo que en un inicio parecía solo un cambio de estilo empieza a configurar una presidencia distinta, con diferencias que van más allá de lo meramente cosmético.
La distancia se percibe en el combate al crimen organizado, pero también en la forma en que está enfrentando las complicidades y los casos de corrupción que tanta atención han generado recientemente.
En paralelo, Sheinbaum ha movido piezas en el tablero político. Ha ido relegando a figuras como Adán Augusto López, Gerardo Fernández Noroña e incluso a Andrés Manuel López Beltrán. Luisa María Alcalde se ha decantado abiertamente por el campo de la presidenta.
Varios gobernadores de Morena —y hasta algunos de la oposición— parecen hoy más cercanos a ella que a López Obrador. Su grupo político se expande, y con ello gana márgenes de acción que contrastan con los primeros meses, cuando su soporte principal era el expresidente.
Pero la consolidación de ese sello propio no depende solo de su iniciativa. En el tablero sigue presente López Obrador, y ahí está la incógnita central. La verdadera prueba para Sheinbaum será mantener la ruta que ya inició.
Porque no todo depende de ella: López Obrador sigue siendo un factor en la ecuación y aún no sabemos cómo reaccionará —si es que lo hace— ante el viraje de su sucesora.
López Obrador está acostumbrado a controlar lo que ocurre a su alrededor y lo que se dice sobre él. Difícilmente se quedará recluido en Palenque si la 4T avanza por un rumbo distinto al que imaginó. Habrá que ver cómo y cuándo decide reaparecer.
La presidenta ya mostró sus cartas. López Obrador, todavía no.