El Globo

La desvergüenza de la impunidad

¿Por qué se atreve Emilio Lozoya a aparecer en un restaurante de lujo, acompañado de personas, a degustar alimentos cuando, hipotéticamente, hay un proceso penal en curso?

En países serios, reunirse públicamente con un criminal confeso, especialmente cuando el proceso no ha concluido y no existe aún el fallo de un juez, suele ser inconcebible. En primer lugar porque la autoridad es severa: el arresto domiciliario no se viola, y si se viola, tiene consecuencias, como cárcel inmediata. En segundo, porque socialmente es condenable la aceptación de un ladrón, de un corrupto probado y además, confeso.

En México no pasa nada.

No pasa nada porque la autoridad es laxa, irrelevante, intrascendente y sirve a intereses políticos.

El procurador William Barr, de Estados Unidos, que sirvió bajo buena parte de la administración Trump y puso al Departamento de Justicia bajo las órdenes del presidente, enfrentará muy pronto cargos formales por haber desatendido su función constitucional de investigar, procurar y perseguir casos en pos de la justicia. Por el contrario, exculpó y olvidó los delitos de varios colaboradores del propio presidente.

En México no pasa nada.

Ojalá y algún día, a pesar de su avanzada edad, el fiscal Gertz enfrente cargos semejantes a los de William Barr, no sólo por hacer mal su trabajo, sino porque su única tarea es servir al Presidente: arresta a aquel, investiga a ese otro, libera a este, a ese ni le hagas caso. Y así, esa es la Fiscalía General de la República.

Somos el único país de Iberoamérica donde la corruptora profesional de gobiernos y petroleras Odebrecht tuvo presencia y distribuyó fondos –según las investigaciones de la justicia brasileña– entre funcionarios y servidores públicos que no tiene una investigación sólida, contundente, con interrogatorios, individuos procesados, evidencias recabadas.

De 70 personas señaladas como cómplices o vinculadas a la maquinaria corruptora de Odebrecht, sólo hay un ‘indiciado’ –como se decía antes en materia judicial–: Emilio Lozoya. ¿Y los otros 69?

En México no pasa nada.

¿Por qué se atreve Emilio Lozoya a aparecer en un restaurante de lujo, acompañado de personas, a degustar alimentos cuando, hipotéticamente, hay un proceso en curso?

La respuesta es simple: en México no pasa nada. Sabe, de antemano, que no será tocado, que su acuerdo o negociación como ‘testigo de oportunidad’ (entiéndase protegido) le otorga el paraguas protector para salir, exhibirse, mostrarse con cinismo, como si no pasara nada. Como si se tratara de una víctima: muchos exfuncionarios que son vinculados a proceso por casos de corrupción afirman con el pecho hinchado: “Soy víctima de una persecución política”.

¿De verdad es Lozoya víctima de López Obrador y de este gobierno? ¿O estamos hablando de un corrupto mayor, que en su esfuerzo desesperado por librar la cárcel –y conservar sus millones– ha sido capaz de señalar, acusar, embarrar a una serie de personajes sin presentar evidencia alguna?

Lo más lamentable es el gobierno y la acción de la justicia que se lo permite.

El señor confesó ante diferentes instancias haber recibido millones de dólares de Odebrecht, que, según él, entregó a Peña y a Videgaray para efectos de campañas electorales. Como se ha señalado ya en abundancia, Odebrecht no le trajo maletas repletas de billetes imposibles de rastrear, le hizo transferencias. ¿Dónde está el dinero? ¿En cuentas de su familia?, ¿de su hermana y su madre vergonzosamente involucradas en las corruptelas de Emilito? Su papá es el verdadero Emilio Lozoya, un diplomático prestigiado.

¿Ha sido capaz la Fiscalía de incautar, embargar, repatriar algunos de esos fondos multimillonarios? La verdad es que no. Hubo un pacto, un acuerdo para permitirle libertad –restringida– a cambio de inculpar a políticos que sirvieran como escarnio y chivo expiatorio de esta administración. Resultado: pruebas frágiles, acusaciones endebles, cero evidencia sólida.

Lozoya tiene la osadía de salir, exhibirse en un lugar público porque no le va a pasar nada, porque en México no pasa nada. La justicia es tardía –cuando llega–, inexistente, burocrática y elitista. El 97 por ciento de los delitos –según el Inegi– no se denuncia en este país, lo que demuestra la arraigada confianza que los ciudadanos tenemos en la impartición y procuración de justicia. Ninguna.

Pero que el criminal confeso se vea acompañado de personas a quienes no les importa ser vistas con un hampón, habla de forma elocuente de la impunidad y el cinismo de la alta sociedad mexicana: a Doris Beckmann, Eduardo Molina, Lore Guerra Autrey les parece normal presentarse en público con un exfuncionario público que le robó a México.

No hay condena, no hay vacío social al corrupto, no hay distanciamiento mínimo. Se le abraza, se le recibe y apapacha, porque tuvo la astucia para robar y salirse con la suya.

Esa es la cultura de la impunidad, porque en México no pasa nada.

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