Mitos y Mentadas

Estados Unidos: El ocaso de la exportación democrática

El problema no es que la democracia haya perdido valor, lo anacrónico es pensar que sigue siendo el campo de batalla central.

Por décadas, la política internacional se organizó en torno a dos grandes ejes, democracia contra dictadura, comunismo contra capitalismo, izquierda contra derecha. Ese lenguaje marcó la Guerra Fría y se convirtió en el guión dominante de Estados Unidos para justificar su papel como garante del “mundo libre.” Sin embargo, en el siglo XXI esas categorías han perdido capacidad explicativa.

Hoy, los conflictos ya no giran en torno a sistemas políticos o económicos opuestos. Las guerras contemporáneas, las tensiones internacionales y los riesgos globales se mueven en otros planos. Hablar todavía de “exportar democracia” como si estuviéramos en 1947 es insistir en un mundo que ya no existe.

La primera gran fractura no es ideológica, sino religiosa. Los atentados del 11 de septiembre marcaron un parteaguas. La amenaza ya no venía de un bloque comunista ni de un Estado rival, sino de redes transnacionales que se definían por un credo. El islamismo radical mostró que la religión podía convertirse en motor de guerra global, más difícil de contener que cualquier frontera política. Desde entonces, los conflictos en Medio Oriente y África no se entienden por categorías de izquierda o derecha, sino por identidades religiosas, control territorial, sectas y credos enfrentados.

Otra fuente de tensión es material: agua, energía, minerales críticos. El siglo XXI es testigo de disputas por ríos y cuencas compartidas. Lo mismo ocurre con el litio en América Latina o con el cobalto en África. El Ártico, antes un desierto helado sin mayor interés, hoy es escenario de competencia por rutas marítimas y yacimientos de gas. Estos conflictos no son ideológicos, son de seguridad nacional.

La tercera dimensión es digital. Las batallas ya no siempre se libran con tanques. Se libran con códigos. Un virus informático puede paralizar hospitales, bancos o refinerías. Un algoritmo de desinformación puede desestabilizar elecciones. La inteligencia artificial, con su capacidad para amplificar o manipular narrativas, se convierte en arma estratégica. En este frente no importa si un país es democrático o autoritario.

A estas amenazas hay que sumar una cuarta, que es el crimen organizado transnacional. En América Latina, carteles y mafias se han convertido en actores que disputan territorios, imponen reglas y desafían la soberanía de los Estados. En México o Centroamérica, grupos criminales controlan rutas de migración, redes de extorsión y hasta franjas completas de actividad económica. Su poder no se mide en votos ni en banderas ideológicas, sino en armas, dinero y capacidad para sustituir al Estado en comunidades enteras. El crimen organizado ya no es solo un problema de seguridad interna, es un factor geopolítico de estabilidad regional.

En este contexto, EU, al menos en su discurso, sigue presentándose como garante de la democracia global. Pero ese libreto, que funcionaba en la Guerra Fría, hoy luce desfasado. La amenaza ya no es que un país adopte un modelo autoritario o comunista. La amenaza es que un ciberataque tumbe la red eléctrica de medio continente, que una sequía deje sin agua a millones de personas o que un grupo armado religioso controle territorios estratégicos.

La insistencia en la dicotomía democracia/dictadura se convierte entonces en un gesto anacrónico. No porque la democracia haya perdido valor, sino porque, de acuerdo con muchos, el riesgo principal ya no pasa por ahí. El verdadero desafío está en la gestión del agua, en la protección de datos, en la regulación de la inteligencia artificial, en la resiliencia energética y en la prevención del terrorismo.

Aceptar este cambio de paradigma no es sencillo. Implica reconocer que el relato que dio legitimidad a la hegemonía estadounidense durante más de medio siglo ha caducado y que las nuevas amenazas requieren otro tipo de alianzas, menos basadas en afinidad ideológica y más en intereses concretos. Aquí aparece un ejemplo evidente: Arabia Saudita. Washington insiste en enarbolar la democracia como bandera universal, pero una de sus alianzas más estratégicas en Medio Oriente sigue siendo con una monarquía absoluta que restringe libertades políticas y civiles. ¿Por qué? Porque su peso energético y financiero lo hace indispensable. Lo mismo ocurre en África con gobiernos autoritarios que se vuelven socios necesarios para asegurar minerales estratégicos o frenar flujos migratorios. En esta nueva lógica, la afinidad democrática pasa a segundo plano. Lo que importa es garantizar estabilidad, suministros y control territorial.

El problema no es que la democracia haya perdido valor, lo anacrónico es pensar que sigue siendo el campo de batalla central. El verdadero reto del liderazgo estadounidense no será exportar democracia, sino aprender a gestionar un mundo donde la democracia ya no es el campo de batalla central.

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