Uno de los hechos más notables de los últimos seis años es la forma en la que el presidente engañó a millones de mexicanos.
Engañó no solo al pueblo llano que recibe apoyos y becas. Engañó a políticos curtidos y empresarios. A gente con y sin estudios. Engañó a embajadores, a la oposición y a los suyos.
Desde el primer día dispuso en el centro de su tarea como presidente la comunicación social. No la educación, la salud o la seguridad. La comunicación diaria con el público a través de su conferencia matutina. Instalado en un espacio autónomo e impune, todos los días transmitió a sus bases su interpretación del mundo y su visión del Estado de las cosas nacionales. Informes, invitados, opiniones, historia patria, videos y mentiras. Una comunicación oficial plagada de falsedades. La agencia Spin contabilizó más de 110 mil mentiras e imprecisiones en sus conferencias. Súmese a ellas las que pronunció en sus informes y en sus discursos en sus giras de fin de semana. Le acuñaron la frase exacta: miente como respira.
El presidente no solo mintió. Repitió incesantemente sus mentiras. Difundió en las redes sus frases falsas. Sus funcionarios y una vasta red de multiplicadores digitales que trabajan para Presidencia amplificaron el alcance de sus dichos. “Ya se controló la pandemia”. Los medios de comunicación los repetían. Las mentiras del presidente se difundían por todos los rincones del país. “Terminamos con el huachicol”. Sobre todo a través de la televisión y la radio. Quizás en los noticieros cuidaran un poco las formas, no así en los breves resúmenes de noticias que se repiten cada hora en todas las estaciones durante todo el día. “Tenemos un sistema de salud, no como el de Dinamarca, mejor”. Mentiras transmitidas a través de un muy eficiente sistema de propaganda.
Pero más allá de la propaganda, había un público muy amplio con ganas de creer. Desengañada la gente con la oposición, encontraron que los símbolos que prodigaba López Obrador eran honestos. Que su habla común conectaba con millones. Con el dedo acusador alzado, López Obrador no solo mentía con total naturalidad, sino que, para invertir los términos, llamaba mentirosos y corruptos a sus críticos. Dedicó una sección de su conferencia a denunciar las supuestas mentiras de sus adversarios.
Como un ácido, las mentiras constantes de López Obrador terminaron por corroer el discurso público. Si el presidente podía mentir impunemente, también podían hacerlo los gobernadores y los presidentes municipales.
Se podía confrontar de vez en cuando al presidente en la mañanera. Jorge Ramos podía decirle: “según los datos oficiales, bajo su gobierno han ocurrido más asesinatos que en ningún otro.” El presidente lo negaba. “Pero son los datos de su propio gobierno”, repetía el periodista. El presidente negaba y decía que tenía “otros datos”. Por supuesto, mentía. Mentía a consciencia. Y a la gente no le importaba. La frase “tengo otros datos” se incorporó al lenguaje común. Cuando alguien se negaba a aceptar alguna verdad, con picardía decía: “lo siento, yo tengo otros datos”. Aceptó la gente sin mayor problema tener un presidente mentiroso.
La gente sabía que el presidente les mentía y aun así decidían creerle al mentiroso. Ese es el nivel de la conciencia política de los mexicanos. Ya no desmentimos las mentiras, ¿para qué? La gente escucha que tenemos un sistema de salud mejor que el danés y más tarde tiene que ir al IMSS Bienestar y encuentra que no tienen medicamentos, no tienen camas, no tienen médicos. Y la gente lo acepta. Acepta que el presidente les mienta. Aceptan tolerar sus mentiras. Aceptan votar por ellas. Acepta apoyarlo en las encuestas. Porque la verdad no importa. Lo que la gente buscó y encontró en él no era la verdad, sino las ganas de sentirse cobijados por un líder que les proponía la integración a un sentimiento colectivo. La gente quiere a alguien que sea como ellos y vea por ellos. Aunque no sea verdad, como ocurrió en Acapulco, donde el gobierno actuó tarde y mal.
La mentira está instalada en el centro del discurso público. Puede mentir el presidente en su último Informe de Gobierno a propósito de nuestro sistema de salud superior al danés y puede al día siguiente aceptar con desfachatez que mintió en su Informe. La gente lo acepta y ríe. La verdad no importa.
No sé si al ausentarse López Obrador de la arena pública, si es que es cierto que se va, la verdad vuelva a reinstalarse en el discurso público. Mucho me temo que no. Los epígonos de la cuatro té ya vieron que mentir no tiene ninguna consecuencia. ¿Por qué habrían de abandonar un instrumento tan eficaz?
Más que la destrucción de las instituciones democráticas, la relativización de la verdad y la mentira franca y abierta constituyen el mayor daño que ha hecho Andrés Manuel López Obrador a nuestra vida pública. Una sociedad que tiende a estar dominada por la fuerza (autoritarismo, centralismo político y militarización) debe encontrar en la defensa de la verdad el último de sus bastiones.