Cuando hablamos de “centro político”, muchos imaginan un espacio equidistante entre izquierda y derecha. Y eso no ayuda.
El centro político históricamente se definió como el lugar del “votante mediano” en una dimensión ideológica. Hoy la política no cabe en una sola línea.
Hay debates múltiples (economía, seguridad, cultura, derechos) y, sobre todo, identidades que organizan nuestra pertenencia.
Por eso el centro debe mirarse como un espacio distinto: un lugar de convergencia donde actores que piensan distinto cooperan bajo reglas compartidas para producir ciertos resultados sin guerra permanente.
Si lo anterior suena deseable, entonces la pregunta es por qué ese centro dejó de ser atractivo para quienes están en el poder y para quienes lo disputan. La respuesta es porque no les conviene apelar a él en el corto plazo.
No en un ambiente de polarización en el que las identidades están encendidas por líderes que así lo promueven. Gobernar desde la convergencia necesita de elementos que no son rentables: cooperar, matizar, evaluar.
En cambio, la polarización es un atajo: ordena identidades, da control de la agenda con enemigos útiles y justifica “ajustes técnicos” que permiten la concentración de poder. Es más barato gobernar con tribus que por desempeño.
Es obvio que México no es ajeno a esta trampa. Aunque el estilo de la presidenta Claudia Sheinbaum suene más sobrio que el de su antecesor, la polarización sigue siendo un activo: alinea a los propios, confunde la crítica razonable y descoloca a las oposiciones.
Si a eso sumamos desigualdades persistentes, la promesa de “proteger a los nuestros” siempre rinde. ¿Y las oposiciones?
El PAN anunció su relanzamiento. Todavía hay que entender bien cuáles son los puntos sustantivos de su viraje (si lo hay). Por lo conocido en prensa, pareciera que su “relanzamiento” no busca redefinir la vocación hacia un gobierno efectivo; se sostiene, más bien, en identidades y símbolos.
No se sube del todo a la narrativa de la polarización, pero tampoco apela al centro entendido como espacio de desempeños verificables. Para mí, su oportunidad inmediata está en lo que ya gobierna: sus estados y municipios.
Ahí podría mover la conversación pública hacia resultados —seguridad local, servicios, movilidad. Si esos gobiernos muestran mejoras medibles y las cuentan bien, el partido construirá reputación de desempeño y no de tribu. Pero parece que esto es una receta para tiempos normales y hoy no lo son.
El tono “sin filtro” de Ricardo Salinas es buen ejemplo de la resistencia a apostar por el centro. Sus declaraciones tienen tracción mediática y, a veces, utilidad para denunciar excesos. Pero ancla a la oposición en el marco de confrontación que le conviene a Morena y termina alejando a quien busca soluciones y no guerra diaria.
¿Sigue existiendo el centro político? Yo diría que existe como algo latente: mayorías que desean que se resuelvan problemas concretos sin demolición de reglas ni insulto cotidiano.
La literatura y la experiencia sugieren que no estamos tan lejos como creemos y que el centro reaparece cuando alguien traduce políticas a impactos cotidianos, reduce el costo reputacional de cooperar con el otro y ancla la competencia en indicadores medibles.
¿Hay ejemplos en los que ese centro se reconstruye? Sí. En los casos donde el “centro” reaparece, no lo hace súbitamente, sino porque cambian los incentivos que sostenían la guerra de identidades.
Suele haber un shock (crisis económica, por ejemplo) que encarece el pleito y vuelve valiosa la convergencia; también ocurre que los clivajes se reordenan —lo cultural pierde fuerza frente a temas más concretos como la inflación, el empleo o la seguridad— y los actores descubren que competir por desempeño funciona.
Tal vez el “centro político” no vuelva como etiqueta seductora. No importa. Si logramos que la ciudadanía vuelva a medir al gobierno —cualquiera que sea— por su capacidad de resolver problemas cotidianos, habremos reconstruido el espacio que importa.