Hay momentos en la historia económica en los que los países parecen respirar al mismo ritmo, aunque sus circunstancias sean distintas. Es un pulso compartido, como un malestar difuso que se siente sin necesidad de nombrarlo. A veces, la política fiscal del mundo se parece a los personajes de Svetlana Alexiévich: no están al borde del colapso, pero tampoco encuentran alivio. Simplemente habitan un estado intermedio, cansado, donde las promesas del pasado pesan más que las posibilidades del presente.
El Monitor Fiscal del Fondo Monetario Internacional de octubre de este otoño retrata justamente ese estado. No es un documento alarmista; es más bien una bitácora global de síntomas. Al comparar a decenas de economías, el Fondo encuentra el mismo patrón: los gobiernos quieren hacer más de lo que sus ingresos alcanzan, no por falta de voluntad técnica, sino por algo más profundo y más universal: el gasto público se ha vuelto rígido, menos flexible y menos capaz de responder al mundo que cambia.
Al leer el diagnóstico, uno piensa inevitablemente en una línea borgeana de El Aleph: “El tiempo que no elegimos también nos elige”. Algo parecido sucede con el gasto. Durante décadas, los países ampliaron programas, pensiones y subsidios. Muchas de esas decisiones eran necesarias; otras, fruto de compromisos políticos que parecían manejables. Con los años, todas se convirtieron en obligaciones permanentes. Una mochila que pesa más con cada ciclo.
El resultado es un mapa fiscal donde las presiones se repiten independientemente del continente. En Europa, el envejecimiento. En Estados Unidos, la geopolítica. En Asia, la transición tecnológica y energética. En América Latina, la expectativa social de protección universal. El mundo, cada uno a su manera, enfrenta un gasto que crece más rápido que la capacidad de financiarlo.
El Fondo resume esta historia en tres palabras que conviene desempacar: eficiencia, reasignación y rigidez. Son conceptos técnicos, sí, pero detrás de ellos hay un retrato muy humano del Estado contemporáneo.
La primera lección es la eficiencia. No es solo un asunto contable; es la medida de qué tan lejos llega cada peso. En salud, en infraestructura, en subsidios, el FMI muestra que muchos países gastan más que nunca, pero obtienen menos resultados que antes. Como si la energía del sistema se dispersara antes de convertirse en movimiento.
México no escapa a esa dinámica. Tenemos programas valiosos que enfrentan límites administrativos, redes de apoyo diseñadas para un país que ha cambiado, y mecanismos de ejecución que tardan más en procesar que en resolver. Gastamos más, pero no siempre mejor. Y mejorar esa eficiencia requiere algo políticamente incómodo: evaluar, corregir, y a veces aceptar que ciertas políticas necesitan rediseño.
La segunda lección es la reasignación, quizá la más difícil de discutir. Reasignar no significa recortar; significa elegir. El Fondo muestra que, en muchos países, más del 60% del gasto público ya está comprometido antes de que inicie el año. En México, pasa algo similar: pensiones, salarios, programas constitucionalizados, seguridad, transferencias, inversión obligatoria. Si el presupuesto fuera una biblioteca, sería una llena de libros que ya no pueden retirarse del estante, aunque algunos ya no se lean.
Esa falta de espacio es la razón por la que, aun sin una crisis fiscal, el margen de maniobra se siente tan estrecho. Y por eso la recomendación global del FMI es clara: antes de pensar en cuánto gastar, hay que pensar en cómo redistribuir el gasto existente hacia áreas de mayor productividad, mayor impacto social o mayor retorno económico.
La tercera lección es la rigidez. El Fondo advierte que, en muchos países, la política fiscal ya no es un instrumento de manejo del ciclo, sino un mecanismo para cumplir obligaciones adquiridas. En lugar de anticiparse a los choques, los gobiernos reaccionan tarde porque su presupuesto está ya asignado a compromisos ineludibles. Es una fiscalidad menos estratégica y más defensiva.
En ese espejo global, México aparece con luces y sombras. Nuestro déficit no es explosivo, pero sí persistente. Las presiones de pensiones, las transferencias a Pemex, los programas sociales universales y la necesidad de reforzar sectores como salud, educación y seguridad hacen que el gasto crezca de manera casi automática. Y la presión por aumentar la inversión pública choca una y otra vez con un margen fiscal que ya no crece.
No estamos en una crisis, pero ya tocamos las orillas del modelo vigente. La estabilidad comparada de México sigue siendo un activo, pero no es infinita. En algún momento, la conversación deberá dejar de girar en torno a cuánto gastar y empezar a girar en torno a cómo recuperar la flexibilidad del gasto. Esa flexibilidad no se logra con recortes generalizados, sino con cirugía fina: evaluar resultados, reordenar prioridades, modernizar estructuras, revisar subsidios regresivos, fortalecer capacidades estatales, y, sobre todo, recuperar el espacio para decidir.
