Uno de los objetivos de la política comercial de la administración Trump es revertir la caída en el empleo manufacturero. En efecto, el número de estos puestos como porcentaje del empleo total ha venido disminuyendo de forma sostenida en las últimas décadas. Fue durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el empleo manufacturero alcanzó su punto máximo: 39% del total. En contraste, a finales de 2024 este porcentaje fue de apenas 8%. Esta caída incluso se ha dado en términos absolutos: a finales de la década de los ochenta había alrededor de 19 millones de puestos manufactureros, mientras que al cierre del año pasado la cifra fue de 13 millones.
No sólo fue Trump. La administración Biden también intentó aumentar la creación de empleos en ese sector. Creo que, en parte, esto obedece a que en algún momento –sobre todo en las dos décadas que siguieron a la posguerra– los empleos manufactureros eran bien remunerados y permitieron a muchas familias ingresar a la clase media. Hay nostalgia en Estados Unidos por ese pasado casi idílico.
Ahora bien, ¿es correcto lamentar y preocuparse por esta caída en el empleo manufacturero? Me parece que no. Una comparación útil es con lo que sucedió en el sector agropecuario. A finales del siglo XIX, un poco más del 45% de los empleos en Estados Unidos estaban en el campo; hoy ese porcentaje es de solo 1.2%. Cuando, a inicios del siglo XX, Estados Unidos comenzó a convertirse en una economía industrial y los empleos agrícolas empezaron a desaparecer, sustituidos por maquinaria y creciente tecnificación, surgieron voces que expresaban preocupaciones similares a las que hoy se escuchan respecto al sector manufacturero.
Se decía entonces que la pérdida de empleos agrícolas resultaría en más pobreza y desigualdad, y que el país podría perder la capacidad de alimentar a su población. Novelas como Las uvas de la ira, de John Steinbeck, narran las penurias de las familias que perdían sus empleos rurales y se veían forzadas a desplazarse. La realidad, sin embargo, fue distinta: esa reducción del empleo agrícola no incrementó la pobreza. Por el contrario, el sector industrial, y más tarde el de servicios, generó muchos más empleos, y mejor remunerados. Hoy nadie protesta por el bajo nivel de empleo en el campo estadounidense.
Creo que las preocupaciones actuales sobre la pérdida de empleos manufactureros son tan infundadas como aquellas que se esgrimían cuando se perdían empleos agrícolas. Primero, porque si bien se han perdido puestos en la producción de manufacturas, se han creado muchos más en el sector servicios y en industrias de alta tecnología, en las cuales Estados Unidos tiene ventajas comparativas y que, además, ofrecen mejores salarios. La prueba de que no hay una destrucción neta de empleo es que la tasa de desocupación se mantiene cerca de sus niveles de pleno empleo.
Pero sobre todo, creo que es un error afirmar –como suelen hacerlo políticos de ambos partidos– que el declive del empleo manufacturero se explica por el libre comercio, en particular por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte o por la entrada de China a la Organización Mundial del Comercio. La realidad es que la tendencia a la baja precede a estos eventos y comienza desde la década de los ochenta. Más que el libre comercio, los empleos se perdieron por la automatización.
Más aún, el libre comercio permitió a Estados Unidos especializarse en industrias de mayor valor agregado, como la tecnológica, y a países como México y China dedicarse a la manufactura, explotando así las ventajas comparativas de cada economía y aumentando la productividad global, tal como explicó hace más de 200 años el economista David Ricardo.
La crítica válida, en todo caso, es otra: ni cuando comenzaron a desaparecer los empleos agrícolas, ni cuando ocurrió lo mismo con los manufactureros, se ayudó adecuadamente a la población afectada a capacitarse para insertarse en los sectores en expansión. Para una persona de edad avanzada, perder un empleo en una fábrica automotriz a menudo significaba quedar permanentemente desempleado. No todos tienen la formación necesaria para reubicarse en nuevos sectores.
Por eso, Estados Unidos debería tener redes de protección más generosas para quienes pierden su empleo, como ocurre en Europa, así como programas de reentrenamiento laboral. Lo que no debe hacerse es intentar revertir un proceso que –acertadamente– destina capital y trabajo hacia sectores más productivos, y mucho menos hacerlo mediante medidas proteccionistas. Eso solo terminaría afectando la productividad de la economía y, eventualmente, el bienestar de sus ciudadanos.