“La mente es como un paracaídas: funciona mejor cuando está abierta”,
Sergio Raimond-Kedilhac
Termina un año más y, a cinco de su partida, quiero dedicar esta columna a un gran maestro y amigo que dejó una huella profunda en quienes tuvimos el privilegio de tratarlo. Sergio Raimond-Kedilhac no solo formó directivos, formó personas.
Yo llegué al IPADE creyendo que dirigir consistía en saber más, hablar mejor y tener respuestas rápidas. Estaba equivocado. Con el tiempo –y gracias a él– entendí que el verdadero liderazgo se construye en silencio: pensando antes de decidir, escuchando antes de juzgar y educando más con la vida que con el discurso.
Volver hoy a sus lecciones no es un acto de nostalgia personal sino una llamada de atención para reflexionar que quizá el problema no es que falten líderes… sino que sobra ruido.
El inicio de una amistad
Ingresé al IPADE en 1977 y de inmediato arrancó el curso de economía. Yo no sabía prácticamente nada del tema, pero mi generación tuvo suerte, nuestro profesor era uno de los mejores economistas de México: Sergio Raimond-Kedilhac. Con los años, además de ser mi maestro, Sergio fue mi jefe, mi mentor y terminó siendo un amigo entrañable.
No es poca cosa decir eso de alguien que, durante más de dos décadas, dirigió una de las instituciones académicas más exigentes y prestigiosas de América Latina.
Sergio nunca fue un líder de reflectores. No necesitaba levantar la voz para ser escuchado ni recurrir a frases efectistas para impresionar. Su autoridad venía de otro lado: del rigor intelectual, de la coherencia personal y de una forma de estar en el mundo que inspiraba confianza.
Pensar antes de decidir
Una de sus mayores enseñanzas fue que dirigir es, ante todo, pensar bien. Pensar con método, con contexto y con responsabilidad. Pensar en el largo plazo, incluso cuando el corto plazo presiona. En tiempos de crisis –y vaya que le tocaron– nunca reaccionaba con pánico. Decía, medio en serio y medio en broma: “Estamos en el ojo del huracán… aprovecha y aprende”. Lo decía sin dramatismo, como quien sabe que las crisis no se declaran, se gestionan.
Indudablemente, tenía un estilo que también educaba y que era, en sí mismo, una lección. Escuchaba de verdad, preguntaba con curiosidad genuina y ordenaba ideas antes de emitir juicios. Su forma de hablar respetaba el tiempo del otro y su manera de exigir estaba siempre acompañada de razones. No había fuegos artificiales en sus intervenciones, había estructura, lógica y pensamiento estratégico.
Sergio creía profundamente en la persona como convicción operativa. Sabía que no hay estrategia sin personas formadas, ni resultados sostenibles sin responsabilidad, confianza y rectitud de intención.
Educar con el ejemplo
Al final, lo más claro de Sergio no estaba en lo que decía, sino en lo que hacía. Trabajaba más que nadie, se exigía antes de exigir y vivía lo que enseñaba. Por eso formó generaciones enteras de directivos, desde la congruencia cotidiana (más allá de una cátedra moral). En breve, educaba con el ejemplo, eso deja huella.
Sergio solía decir que había un sexto sentido indispensable para dirigir bien: el sentido del humor. Quizá por eso, incluso en las crisis, nunca perdió la sonrisa. Sabía que sin humor, la estrategia se vuelve dogma y que un directivo sin humor termina tomándose demasiado en serio, incluso cuando se equivoca. Al final, Sergio nos enseñó que pensar con rigor no está peleado con sonreír, y que la inteligencia, cuando es auténtica, siempre viene acompañada de sencillez.
Pero reducir a Sergio Raimond-Kedilhac únicamente a la figura del gran líder sería quedarse corto. Fue, ante todo, un hombre de familia, profundamente unido a María Esther, su esposa y su compañera de vida, con quien construyó una relación sólida y alegre; fue un padre cercano y presente, y un abuelo orgulloso y entrañable. También fue un amigo leal, siempre disponible para escuchar, orientar y ayudar sin alardes.
Vivió su fe cristiana con naturalidad y coherencia, honrándola y sometiéndola a su vida cotidiana, sin discursos ni poses. Amaba la tecnología, se fascinaba con los avances y los incorporaba con curiosidad genuina, y encontraba en la música –la armónica, los teclados– un espacio de gozo y libertad. Y es precisamente desde esa vida lograda y equilibrada –familiar, espiritual y humana– desde donde se entiende la solidez de su liderazgo y la profundidad de su influencia.
Nota: esta columna reaparecerá el viernes 9 de enero de 2026.