Repensar

¡Culpable!

Ha sido muy difícil reformar el sistema penal estadounidense por la polarización existente en los congresos.

Hollywood nos ha proporcionado cientos de películas (y series de televisión) que tienen como escenario la sala de un juzgado. Casi nunca el principal protagonista es el fiscal. En cambio, el abogado defensor resulta siempre un personaje excepcional: recto y desinteresado, conocedor de la naturaleza humana y hábil en la argumentación, dispuesto a todo para hacer que prevalezca la justicia.

Entre los actores en el papel de defensores modélicos, que al final lograron que su cliente fuera declarado inocente, están Gregory Peck (Matar a un ruiseñor, 1962), Al Pacino (Justicia para todos, 1979), Joe Pesci (Mi primo Vinny, 1992) y Richard Gere (La verdad desnuda, 1996).

Como juez, fue actor principal Robert Duval (El juez, 2014), mientras que como demandante lo hizo Tom Hanks (Filadelfia, 1993). Como activista, que lleva a juicio a unos contaminadores, se lució Julia Roberts (Erin Brokovich, 2000).

Incluso han sido protagonistas los miembros del jurado (Doce hombres en pugna, 1957) y los acusados (El juicio de los siete de Chicago, 2020).

Nos hemos acostumbrado a ver cómo el fiscal y la defensa se enfrentan para descubrir la verdad. Uno y otro analizan la evidencia y, con ayuda de peritos, tratan de mostrar su poco o mucho valor. Ambos interrogan acuciosamente a los testigos para hacerlos caer en contradicción y presentarlos como inconfiables.

Gritan “¡objeción!” cuando el otro presenta una evidencia irrelevante o hace preguntas capciosas al testigo; el juez la acepta (¡sustain!) o la rechaza ¡overrule!).

Cuando se enredan en una discusión el juez, siempre severo, da de mazazos; dice muy enojado “¡orden en la sala!” y amenaza con declararlos en desacato.

Siempre hay sorpresas: un pequeño detalle que no se habían notado y que un ayudante menospreciado descubre o un nuevo testimonio que cambia toda la historia.

Al final (con música de suspenso para aumentar la tensión), el jurado decide la culpabilidad o no culpabilidad (no la inocencia) del imputado “más allá de toda duda razonable” y el juez, tomando en cuenta agravantes y mitigantes, impone una pena justa, para satisfacción de las víctimas (y de los espectadores).

Miles de jóvenes escogieron la carrera de abogados inspirados en esas películas.

En la realidad

El sistema penal estadounidense no es tan pulcro y eficiente como aparece en las pantallas. Hay defensores nefastos (aunque no tanto como Al Pacino en El abogado del diablo, 1997), fiscales falibles o tramposos y jueces racistas o vendidos. Se manipulan los textos legales al extremo y los tecnicismos pesan más que el espíritu de la ley.

El debido proceso se aplica selectivamente. Los fiscales son evaluados por el volumen de procesados y convictos. Por eso usan la prisión preventiva y las sentencias mínimas obligatorias como coacción para obtener declaraciones de culpabilidad. Sólo 2 por ciento de los acusados de crímenes federales va a juicio y menos de 0.5 por ciento lo gana.

Hay jueces prejuiciosos y descuidados, muy lejanos a la figura honorable e imparcial que se ve en los cines. Los jurados deliberan poco y deciden sin mucha conciencia; se apuran porque quieren regresar a sus actividades cotidianas.

El problema mayor es que impera la justicia retributiva sobre la restaurativa. Las penas son excesivas y se han aprobado leyes que impiden la liberación por buena conducta hasta después de cumplirse 85 por ciento de la sentencia. Las sentencias promedio para los diferentes delitos son cinco veces mayores que las de Alemania.

Por ello, porque muchos no pueden pagar una fianza y porque están penalizadas la posesión de drogas, la prostitución y la vagancia, Estados Unidos, con 5 por ciento de la población mundial, tiene a 25 por ciento de los prisioneros del planeta.

Hay 2.2 millones de personas en las penitenciarías (sólo 9 por ciento en las federales), 9 millones que entran y salen de las cárceles locales y 4.5 millones libres en probación o bajo palabra. Hay además 70 millones con un historial de convicciones que les dificulta incorporarse a la vida laboral.

Lo peor es que las condenas draconianas no han probado ser efectivas para evitar la reincidencia (jailing is failing).

Ha sido muy difícil reformar el sistema por la polarización existente en los congresos. Los conservadores ven el delito como una falla individual: el delincuente debe aceptar su responsabilidad y ser castigado ejemplarmente. Los liberales piensan que es un problema social, que se criminaliza la pobreza y que las prisiones deben abolirse. Falta sensatez.

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