La relación entre Estados Unidos y Latinoamérica ha estado marcada por la desconfianza. Allá nunca se ha creído en la capacidad de autogobernarse y salir adelante de los países del sur. Ha privado un paternalismo, a veces severo y a veces amable. En nuestras naciones, no hemos dejado de sospechar de las intenciones del coloso del norte. Admiramos su nivel de vida al tiempo que rechazamos cualquier injerencia en nuestros asuntos.
Al principio, la Unión Americana simpatizó con la independencia de sus vecinos y, con la Doctrina Monroe, dejó claro a los europeos que no permitiría una recolonización. Pero enseguida, con la doctrina del destino manifiesto, no dudó en expandirse hacia el resto del continente. Le arrebataron a México la mitad de su territorio y los marines se volvieron presencia constante en Centroamérica y el Caribe. Incluso llegaron hasta Argentina y Uruguay.
En 1889, Estados Unidos, que ya era una potencia mundial, convocó a la primera conferencia interamericana. Querían organizar una unión aduanal, que les permitiera competir mejor con el viejo continente. La idea no disgustó a los participantes, pero reclamaron ser incluidos en las negociaciones internacionales y exigieron que se prohibieran las intervenciones militares para proteger intereses particulares. Consiguieron al menos que se creara la Oficina Sanitaria (antecesora de la Organización Panamericana de la Salud).
Las siguientes cinco conferencias pasaron sin pena ni gloria, en medio de la guerra con España y la Primera Guerra Mundial. Ni con la “diplomacia de las cañoneras” y el “gran garrote” de Teodoro Roosevelt, ni con la “diplomacia del dólar” (inversiones y créditos) de William Taft, pudieron los estadounidenses evitar la inestabilidad política en la región.
En la séptima conferencia, en Montevideo, se inauguró la política “del buen vecino”. Se redujeron tarifas, se abrogó el tratado que permitía cogobernar Cuba (enmienda Platt) y se aceptó una declaración contra el intervencionismo. Franklin Roosevelt trataba de contrarrestar la influencia de la Alemania nazi. Puso a Nelson Rockefeller al frente de una oficina para difundir el panamericanismo, la idea de que había una “familia americana de naciones” y que las “hermanas repúblicas” debían evitar las rivalidades entre ellas.
Donald y Tribilín, al rescate
Fue una operación de propaganda a gran escala. En la plaza Herald, de Nueva York, se abrió un bazar con obras artísticas y productos latinoamericanos. A la sombra de una réplica de la pirámide de Chichen Itzá, los consumidores americanos conocieron los vinos chilenos, la vicuña peruana y los sarapes mexicanos.
Walt Disney produjo las películas “Saludos, amigos” y “Los tres caballeros”. En ellas, el Pato Donald, el escandaloso loro brasileño Joe Carioca y el bravucón gallo mexicano Pancho Pistolas recorren, como grandes amigos, los lugares emblemáticos de la región. La figura del último fue la mascota del Escuadrón 201, cuando México entró a la guerra. En las escuelas de nuestro país todavía se canta “América inmortal” y otras canciones que destacan el destino común del continente.
Con la Guerra Fría, Estados Unidos promueve el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca y formaliza la OEA. Se abre una época siniestra en la que Washington apoya a dinastías de dictadores sanguinarios (los Somoza, los Duvalier) y patrocina golpes de Estado contra presidentes progresistas (Jacobo Árbenz, Joao Gulart, Salvador Allende).
Fidel Castro y el Che Guevara catalizaron mucho del antiyanquismo que todo eso produjo. Luego de que el vicepresidente Richard Nixon es recibido a pedradas en Caracas y de que fracasa la invasión a bahía de Cochinos, John Kennedy entiende que el atraso y la miseria son el caldo de cultivo de las revoluciones. Lanza entonces la Alianza para el Progreso, que durante unos años estuvo financiando proyectos de desarrollo, algunos muy exitosos.
Organiza también los Cuerpos de Paz, un programa que entrena a universitarios estadounidenses para que vayan a ayudar a comunidades de países pobres. Gracias a que se cuidó que no se entrometieran las agencias de inteligencia y a que James Carter los reorganizó como agencia autónoma, continúan funcionando, aunque a baja escala. México los admitió apenas en 2004.
En la misma línea, Carter devolvió el canal de Panamá, se deslindó de los regímenes militares y promovió la observación extranjera para asegurar la democracia y los derechos humanos.
No se ha logrado, sin embargo, establecer una relación de iguales, en la que se puedan armonizar intereses y propósitos. Esperemos que en Los Ángeles algo se pueda avanzar.