Repensar

Plásticos nocivos

Los esfuerzos por crear plásticos biodegradables no han avanzado mucho fuera de los laboratorios, comenta Alejandro Gil Recasens.

Desde mediados del siglo 19, los químicos trataban de crear alguna sustancia que pudiera moldearse en diferentes formas y que, una vez enfriada, quedara endurecida y fuera resistente a los golpes y las ralladuras. Mucho se experimentó mezclando aceites animales y alcoholes con fibras vegetales, hasta que en 1856 se produjo el parkesine (nitrocelulosa de alcanfor, cloroformo y aceite de ricino). Ese material se vendió como sustituto del marfil (“duro como el cuerno, flexible como el cuero”) en la hechura de peines, teclas de piano y mangos de cuchillo. Así mismo, en películas fotográficas y en cuellos y puños desmontables para camisas de hombre. Dejó de fabricarse por ser muy inflamable, como lo puede constatar cualquiera que acerque un cerillo prendido a una pelota de ping-pong (su único uso actual).

El primer plástico realmente sintético fue la baquelita (1907), que inicialmente se comercializó como ámbar artificial, para elaborar pipas y boquillas para cigarrillo; botones, aretes y brazaletes; fichas de dominó y de póquer o culatas de armas. Más tarde, dada su baja conductividad, sirvió como aislante eléctrico y para hacer los primeros teléfonos.

Se desarrollaron luego las fibras artificiales. El nailon remplazó a la seda en las medias de mujer y en los paracaídas y se sigue viendo en la ropa deportiva y la tapicería. Los acrílicos, el rayón y el acetato permiten hacer prendas de vestir resistentes a las arrugas. El poliestireno nos permite disponer de vasos y platos desechables y los policarbonatos nos protegen en la forma de cascos y lentes de seguridad.

Los plásticos son parte de nuestra vida diaria. Sus propiedades (maleabilidad, resistencia, ligereza, impermeabilidad y bajo costo) encuentran aplicación en gran número de objetos. Sin embargo, esas características deseables se vuelven negativas cuando los desechamos. Su resistencia a la degradación física y química es tan grande que pueden durar décadas y tener efectos nocivos cuando se filtran al ambiente.

Siendo su materia prima los combustibles fósiles, su proceso de producción emite químicos tóxicos. Como residuos, dañan gravemente la vida marina. Delfines y ballenas se enredan con la nata flotante. Moluscos, peces, tortugas y aves marítimas mueren al ingerirlos. Maltratan y enferman a los arrecifes coralinos.

Contaminan al aire, las tierras y los mantos freáticos; en consecuencia, lo que respiramos, los alimentos y el agua que consumimos. Ampliamente acreditados como empaques “higiénicos” de alimentos y bebidas, no dejan de filtrar microplásticos que causan cáncer en el tracto digestivo

¿QUÉ HACER?

Los esfuerzos por crear plásticos biodegradables no han avanzado mucho fuera de los laboratorios. Se requieren condiciones óptimas muy difíciles de reunir (temperatura, luz solar, oxígeno, alcalinidad, humedad, cepas de microorganismos y concentración de enzimas).

Tampoco se ha logrado crear conciencia para emplearlos más racionalmente: menos del nueve por ciento se reciclan.

Los japoneses, que se distinguen por su limpieza (elevadoristas, policías de tráfico y taxistas usan guantes blancos), han creado una gran industria, poniendo en todo el sudeste asiático cientos de plantas para incinerar la basura y convertirla en energía. El problema es que no se evita la contaminación del aire ni se frena su proliferación.

Las compañías petroleras, arrinconadas por los ambientalistas y la creciente electrificación del transporte, han encontrado su “plan B” en la petroquímica. En el año 2000 se produjeron 234 millones de toneladas de plásticos; en 2019 se llegó a 460.

Distraídos por los acontecimientos en Ucrania, pocos se enteraron de la Conferencia Ambiental de las Naciones Unidas, concluida hace dos semanas en Nairobi.

Promovida por Perú y Ruanda y saboteada por los países industriales, grandes fabricantes de polímeros, la reunión pareció al principio dar la razón a los que alegan la necesidad de seguir dependiendo de envases plásticos, para garantizar la limpieza de los alimentos y la potabilidad del agua en los países pobres. También se tuvo que reconocer que las alternativas (madera, metal, vidrio, cartón) son más pesadas y requieren mayor volumen de combustibles fósiles para transportarse. Y ni quién pudiera negar las ventajas de los guantes, cubrebocas y botellas de desinfectante durante la pandemia.

Aun así, se logró un amplio consenso para formular un tratado que comprometa a todos a ir reduciendo gradualmente la producción y consumo de plásticos. Se acordó, por lo pronto, prohibir los de un solo uso, como ya lo está haciendo la Unión Europea. Son iniciativas que México, sociedad y gobierno, debe apoyar.

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