Repensar

Salir adelante

Hay cinco limitantes que impiden que los migrantes, aun los documentados, obtengan trabajos bien remunerados, comenta Alejandro Gil Recasens.

La migración está determinada por fuerzas que expulsan y que atraen. La pandemia ha empobrecido a la población de Latinoamérica, al tiempo que Estados Unidos parece iniciar un periodo de expansión económica. Es previsible que en el corto plazo más mexicanos y centroamericanos intenten llegar allá y será inevitable que los americanos aflojen los controles fronterizos y, quizás, acepten acuerdos para trabajadores temporales.

Eso podría reducir los peligros y abusos que tienen que soportar los que cruzan ilegalmente, pero difícilmente cambiarán las penalidades que sufren ya estando allá.

El primer reto que tienen los recién llegados es encontrar dónde vivir. Aun si tienen familiares o conocidos, lo más probable es que tengan que hacinarse en cuartos o departamentos alquilados, dormir en el suelo o en sofás y comer alimentos enlatados.

Para conseguir un trabajo formal se requiere comprobar la residencia (green card), inscribirse en el Seguro Social (que sólo es un seguro de desempleo, sin prestaciones médicas) y cartas de recomendación. Eso le deja al migrante dos opciones: comprar documentos falsificados o contentarse con trabajos temporales. La mayoría empieza por lo segundo.

Si se enganchan para levantar o empacar cosechas, tendrán ocupación durante unos meses, pero dormirán en galerones sin aire acondicionado y serán maltratados por los capataces.

Los “esquineros” (que corren el riesgo de ser arrestados por vagancia) se paran en la calle a la espera de particulares que les ofrezcan de 20 a 80 dólares para ir a la “yarda” (cortar el pasto), a retirar la nieve o a ayudarlos con una mudanza. Las mujeres pueden ganarse la confianza de las familias y quedarse “de planta” como sirvientas, cuidadoras de ancianos o niñeras.

Como hay más días malos que buenos, tratan de ahorrar para pagar la fianza de al menos 500 dólares que les exigen los contratistas. Ellos les cobran además una comisión de hasta el 30% de lo que ganen y los envían por una semana a descargar tráileres, a pintar casas o a cambiar techos.

Si después de muchos meses logran juntar para comprar documentos falsos, pueden buscar chamba de repartidores o mensajeros; de limpiadores en hoteles, oficinas y terminales; de lavaplatos, parrilleros o meseros. Es costumbre que los patrones se queden con las propinas.

Los empleos “buenos” están en la construcción o en las fábricas y empacadoras, pero están muy competidos y, frecuentemente, los sindicatos no permiten que se les contrate por más de tres meses.

BARRERAS

Hay cinco limitantes que impiden que los migrantes, aun los documentados, obtengan trabajos bien remunerados. La primera, su desconocimiento del idioma. Dependen de otros para hablar por teléfono, llenar solicitudes o entrevistarse con un empleador. Firman contratos sin entender sus términos y cometen errores por no poder leer avisos y letreros. Casi en todas partes hay clases gratis de inglés y computación, pero las jornadas de más de 12 horas no les permiten asistir.

Por el bajo nivel escolar con el que llegan, muchos puestos les son inaccesibles. A pesar de su buen desempeño no logran ascensos. Hay oportunidad de inscribirse gratuitamente en cursos de educación para adultos. Nuevamente, el problema es que no disponen de tiempo para hacerlo.

Muchos oficios requieren una licencia. Un electricista, un plomero o un colocador de cristales no puede laborar sin un diploma que certifique sus habilidades. Para obtenerlo hay que pagar el curso correspondiente y, a veces, las cuotas mensuales de la organización que lo expide.

Carecen también de contactos para cambiarse a mejores trabajos. En algo les ayudan las asociaciones cívicas y religiosas. En general, les es difícil conseguir avales para rentar una vivienda, abrir una cuenta bancaria u obtener un crédito.

El transporte público es caro y escaso. Para moverse es necesario adquirir un coche usado y tener seguro y licencia. En muchas partes sólo se concede a quienes tienen permiso de residencia. El gasto en este rubro puede absorber hasta la tercera parte de sus ingresos.

Otro tercio se va en las remesas que envían a sus familias. Como las empresas en que trabajan son pequeñas, no cuentan con fondos de pensión ni seguro médico.

Hay casos de migrantes de primera generación que consiguen llegar a gerentes o poner un negocio; la mayoría la pasa apenas un poco mejor que en su patria. Serán sus hijos, llevados en la infancia o nacidos allá, los que logren progresar.

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