El merecido Premio Nobel de la Paz otorgado a la líder opositora venezolana María Corina Machado conlleva tanto un poderoso mensaje moral como un llamado a la acción.
El mensaje es claro: al hacer frente a los abusos de la dictadura de Venezuela, Machado le ha recordado a su pueblo —y al mundo— que la democracia y la libertad siguen siendo causas por las que vale la pena luchar, incluso con un gran sacrificio personal. Para comprender su valentía, dolor y resiliencia en la búsqueda de una Venezuela libre, basta con escuchar su voz temblorosa cuando recibió la llamada en la que le anunciaban el premio en la madrugada del viernes.
Obligada a esconderse para escapar de la brutal represión del régimen de Nicolás Maduro, Machado comparte este honor con los cientos de presos políticos que están en la cárcel por sus creencias, los miles de perseguidos o ejecutados por las fuerzas de Maduro y los millones de personas obligadas al exilio en busca de un futuro mejor.
Como bien lo expresó el Comité del Nobel, la lucha de Machado “mantiene viva la llama de la democracia en medio de una creciente oscuridad”. No es poca cosa en una época de retroceso democrático y creciente polarización política.
Pero este premio es más que un homenaje: es un llamado a la acción. El Nobel de Machado tiene el potencial de transformar la dinámica regional, abriendo los ojos a quienes aún se niegan a ver la tragedia de Venezuela como lo que es: el mayor desastre político de nuestra generación en el hemisferio occidental.
¿Qué mejor símbolo que un Nobel para subrayar la urgente necesidad de reconocer los resultados electorales del año pasado y de que los gobiernos regionales se unan en defensa del derecho al autogobierno de los venezolanos?
Como mínimo, la decisión intensifica la presión sobre la dictadura de Caracas, que ya se tambalea bajo la intensa presión de la Casa Blanca de Donald Trump. Este reconocimiento podría ser el punto de inflexión que necesitábamos para un cambio real.
Por supuesto, en un mundo dominado por el relativismo cínico, las voces —particularmente desde la extrema izquierda— ya cuestionan los méritos del premio, alegando que es una ofensa al gobierno venezolano. Que un belicista como Vladímir Putin esté molesto no es de extrañar: como miembro destacado del club global de dictadores, naturalmente habría salido en defensa de Maduro.
Aún más decepcionante, Claudia Sheinbaum —quien fuera activista democrática antes de convertirse en la primera presidenta de México— ignoró la importancia de este premio para las causas democráticas y feministas, cegada por la complicidad de su gobierno con Maduro.
Aun así, el impulso es real. Una vez que supere la decepción de no haber sido el centro de atención, Trump podría darse cuenta de que el Nobel de Machado es un regalo en su campaña para expulsar a Maduro. Si Washington es lo suficientemente astuto, debería aprovechar la oportunidad para generar un consenso internacional más amplio y ejercer la máxima presión para su destitución.
El gesto de Machado de dedicar parcialmente el premio al presidente de Estados Unidos fue una astuta decisión que refuerza su posición política y su alianza con Washington.
Los desafíos para un cambio de régimen pacífico siguen siendo enormes; las opciones, aún limitadas. Pero tarde o temprano, Venezuela será libre. El Nobel de María Corina podría ayudar a acercar ese preciado día.