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Isabel II: 70 años. El temperamento de la reina

Isabel II heredó de su padre el sentido del deber, la responsabilidad suprema a la corona y al país por encima de su propia persona, su familia y sus sentimientos íntimos.

Es muy probable que sin Isabel II en el trono del Reino Unido y la Comunidad Británica de Naciones (Commonwealth) la monarquía británica difícilmente hubiera sobrevivido el siglo XX. La personalidad, el temperamento, el compromiso y sentido del deber de su Majestad, han sido cruciales para una monarquía con crisis sucesivas, medianamente estable y con signos de una tropezada transición a la siguiente generación.

Isabel II heredó de su padre el sentido del deber, la responsabilidad suprema a la corona y al país (For crown and country) por encima de su propia persona, su familia y sus sentimientos íntimos. Algo que contrasta radicalmente con la renuncia de su tío Eduardo VIII en 1937 y que, por poco, derrumba la corona en el largo precipicio de las casas reinantes europeas sin país ni bandera.

Su abuela, la Reina María -esposa y viuda de Jorge V- le transmitió ese sentido de respeto y honorabilidad por la institución. Y su madre, la reina Isabel -esposa y viuda de Jorge VI- aportó una entereza y cercanía con el público, con la gente, con sus súbditos.

Isabel II sin embargo, nunca ha tenido esa empatía ciudadana.

Ha sido recta, ejemplar, institucional, en los límites constitucionales de su papel como monarca, en el ejercicio pleno de su facultad como jefa de estado,

Como cabeza de la Iglesia Anglicana y defensora de la Fe, pero jamás en 70 años, ha invadido tareas, funciones o responsabilidades del gobierno.


Nunca se ha inmiscuido en política, ni expresado simpatía o antipatía por un partido, un líder o cualquier primer ministro en turno.

Ha guardado siempre el equilibrio de su figura, como consejera del gobierno, sin invadir responsabilidad gubernamental alguna. Difícil, ser figura decorativa, estar obligada a poner la cara, siempre en actitud cooperativa con el gobierno en turno.

Hay registro histórico de su silenciosa incomodidad a algunas de las recias políticas laborales de Margaret Thatcher en los años 80, apretando a los sindicatos y rompiendo huelgas; o la insensata campaña en favor del Brexit que tanto Theresa May como Boris Johnson cultivaron y avivaron. Pero siempre en el límite de su función como soberana.

Isabel sin embargo, no fue una figura simpática para el público. Se le vio siempre seria, recia, para algunos insensible y fría, como durante los oscuros días de la trágica muerte de la Princesa Diana.

Para quienes la conocen y la han conocido por décadas, afirman que su majestad es un enigma total. Nadie, absolutamente nadie ni siquiera sus hijos, saben en el fondo, qué piensa y qué siente la Reina. Tal vez sea una de sus grandes virtudes, ocultar a todos, su verdadera emoción por los hechos y las personas.

Tal vez el finado Príncipe Felipe, Duque de Edinburgo, consorte, marido, novio juvenil y cómplice por más de 7 décadas, haya sabido algunos detalles acerca de las secretas simpatías de Isabel II. Nadie más.

El temperamento de Isabel II se define por su sentido de responsabilidad. Es discreta, extremadamente decente, comprometida con sus tareas, y entregada hasta el extremo del sacrificio personal. Es apacible, nunca llevada por un arrebato, jamás ha levantado la voz a ningún empleado de palacio o de los miles de sirvientes que la han atendido en 70 años de reinado. Es moderada, observadora, aguda, con un sentido del humor que pocos le conocen.

Fue siempre, desde niña, la bien portada, la que hacía todo en orden y a tiempo, la puntual en tareas y horarios, la que mostraba desde pequeña -palabras de Winston Churchill- un sentido de auto control y responsabilidad inusual para su edad.

Afirman sus muchos biógrafos, que siempre ha tenido clara la lección de que todo el boato, el protocolo, los palacios y las caravanas, incluso, las multitudes que gritan y festejan su presencia, no se refieren a su persona, a Isabel, la pequeña princesa que se convirtió en heredera de golpe a sus tempranos 9 años.

Se trata de la institución, del rol que desempeña, del papel que la historia, inopinadamente, le confirió.

Le ha transmitido a sus hijos – sin éxito, en opinión de muchos observadores reales- la experiencia clara de que no son “celebridades” mediáticas, o ahora de redes sociales.

Tienen la misión y la responsabilidad heredada de representar al pueblo británico y trabajar con devoción a su servicio.

Isabel se ha mantenido todo lo ajena posible de los escándalos y los vaivenes mediáticos. Algunas veces, como en la muerte de Diana, excesivamente alejada.

Sabe que su función está más allá de los encabezados, los tabloides y las pantallas, cumple con una misión histórica y lo ha hecho de forma ejemplar.

Jamás una declaración fuera de lugar, nunca un desplante o signo de veleidad o vanidad humana, nunca una flaqueza emocional producto de los muchos golpes que la vida asesta.

En casi 85 años bajo el escrutinio a veces cruel y hostil del público, nunca se le ha visto llorar, ni en la muerte o funerales de sus padres, o de su marido. Es un ícono histórico, que parece superar las dimensiones de lo terrenal.

Hoy a sus 95 años de edad, su salud empieza a flaquear. A mediados de febrero en una audiencia con representantes militares, confesó que tenía dificultad de movimiento. Algo inédito en la historia, la Reina jamás había expresado púbicamente ninguna dolencia física. Hoy camina acompañada de un bastón, se le ve frágil y extremadamente delgada.

A sus 70 años en el trono, previstos para celebrarse en junio durante el Jubileo de Platino de su Majestad, Isabel II goza de amplia popularidad entre sus súbditos. Es depositaria de una extendida admiración por parte de la gente, quien la considera, un símbolo nacional viviente.

Cuando Isabel II muera, su hijo Carlos Príncipe de Gales, subirá al trono, y tendrá unos zapatos muy grandes que llenar, ante el impecable, ejemplar y monumental reinado de su madre.

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