Ser o no ser

Poción mágica

 

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En los últimos días he estado en un proceso de regreso a mis orígenes, en un intento por comprender quién soy y cómo quiero vivir. Además de escuchar la música de mi infancia y ver cientos de fotografías, he estado leyendo mi colección (incompleta, desafortunadamente) de Asterix, la genial saga de Goscinny y Uderzo que, según recuerdo, terminó por insertarme definitivamente en los libros y la lectura.

Habré tenido unos nueve años cuando encontré en esas viejas y comiquísimas historias un excelente refugio en un momento de mucha confusión para mí. Acababa de cambiar de escuela y en cierta forma de realidad social. Recién llegado a un mundo al que no pertenecía, Asterix, Obelix, Idefix, Panoramix, Abraracurcix y compañía me ayudaron no sólo a amortiguar el terremoto, sino también a compartir esas historias con aquellos compañeros que me habían introducido a ellas, con algunos de los cuales sigo manteniendo una muy fuerte amistad, como si de algún modo los libros hubiesen terminado por unirnos y sellar nuestro destino.

Recuerdo haber quedado prendado de inmediato, simplemente al ver la portada de Asterix. El galo, en la que aparece el diminuto héroe enfundado en pantalones rojos y casaca negra, coronado por su casco alado, del que sobresalen amarillos mechones de pelo, que hacen juego con su inmenso bigote —tan inmenso como su nariz—, golpeando no a uno, sino a dos legionarios romanos, a punto de perder sus armas, su armadura y, sobre todo, su dignidad.

Detrás, en la colina, arriba un gordo inmenso de semblante agradable, casi sonriente, con trenzas y bigote rojos, que viste un inmenso pantalón a rayas blancas y azules sujetado por un cinturón que lo ciñe a la barriga, y carga a sus espaldas un enorme pedazo de piedra en forma de pera, aunque un poco menos curveado. Se trata, por supuesto, de Obelix, el fiel amigo y compañero de Asterix.

Juntos defenderán su aldea frente a las pretensiones del imperio, ayudados por una poción mágica preparada por el druida Panoramix, que les otorga una fuerza sobrehumana, capaz de mantener a raya a las legiones romanas y de ayudar a todos aquellos pueblos amigos que así lo requieran.

Es así que viajan por toda la Galia, por Bretaña, por Hispania, por Helvecia, por Bélgica, e incluso van a la misma Roma a hacer gala de su rebeldía, a mofarse del poder imperial. Y es quizás eso lo que más me llama la atención de la saga: la idea de que no importa la vastedad del poder que quiera imponerse sobre un pueblo o una persona, siempre habrá la posibilidad de resistencia, una resistencia que será más eficaz entre mayor capacidad se tenga para reírse del poder, para desactivarlo con la magia de una carcajada.

Treinta años después de devorar cada dos o tres días un ejemplar de la saga, de esos empastados que formaban parte del acervo de la biblioteca de la nueva escuela, reconozco que muchos de mis intereses están vinculados con Asterix. Mi gusto por la historia, por los pueblos antiguos de tradiciones paganas, aquellos en los que la magia y el espíritu siguieron jugando un papel fundamental, que siguieron llevando una vida más cercana y respetuosa con la naturaleza, que conservaron una vida simple y sencilla, con un fuerte sentido de solidaridad y comunidad, aquellos en los que cada individuo parecía jugar un papel específico y fundamental.

También mi fascinación por lo sagrado, por Tutatis y todas aquellas deidades que aparecen en sus páginas, por la forma en que éstas intervienen en el mundo y en que los individuos interactúan con ellas. Y, por supuesto, mi pasión por el poder. Un poder encarnado en el imperio romano, que se ha ido transformando a lo largo de la Historia hasta desembocar en el imperialismo económico de hoy que, disfrazado de libertad y democracia, explota cada vez más a hombres y mujeres en el mundo para maximizar las ganancias, como hicieran los romanos con sus esclavos de los pueblos conquistados.

Un poder al que hay que resistir con el mismo arrojo y determinación, con la misma desfachatez, y sobre todo, con la misma sonrisa con que Asterix y compañía destrozan las quijadas de los legionarios romanos y los hacen volar por los aires dejando sus sandalias en el piso. Como bien lo mostraron Goscinny y Uderzo, la poción mágica está en nuestra imaginación. Es cosa de encontrarla.

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