Política

“Me volví gerundio”

El escritor fue criado en Estados Unidos. Su padre, economista de profesión, trabajaba en la embajada. Ahí, la familia atravesó por crisis descomunales. Es un hombre colmado de talentos, que ha publicado la mitad de lo que ha escrito.

CIUDAD DE MÉXICO. No trae corbata pero siempre está elegantísimo -y perfumado-, peinado con el pelo hacia atrás. Pienso que es un hombre conservador, pero me corrige: más bien es nostálgico. Me muestra una fotografía de sus hijos y confiesa que sí, que le gustaría que siguieran así, pequeñitos, y que en ese sentido es resistente al cambio, aunque en ciertas coyunturas se ha sorprendido a sí mismo con su propio atrevimiento. Es intrépido perderle miedo al futuro, sostiene. Sobre todo cuando se ha sobrevivido a dos infartos y al cáncer.

Jorge F. Hernández es un poco otro. Renunció definitivamente a un matrimonio que no se pudo restablecer, perdió 50 kilos (sí, 50) y comenzó a ejercitarse. También volvió a fumar. Hay que tener algún vicio en esta vida, coincidimos.

El escritor fue criado en Estados Unidos. Su padre, economista de profesión, trabajaba en la embajada. Ahí, la familia atravesó por crisis descomunales. La madre perdió una hija recién nacida y a los 30, la memoria. Nunca se supo por qué murió la bebé. El daño cerebral fue producto de una trombosis. En el curso de 12 años, recuperó el habla y la memoria.

__¿Cómo fue su matrimonio?
__Mis padres se amaron profundamente incluso en la amnesia. Mi papá se casó con una mujer que hablaba cuatro idiomas, cantaba, bailaba, tocaba el piano. Un año después, la familia le insinuó que comprenderían si optaba por el divorcio, porque mi madre ya no era ella. Vivíamos en Washington; los tíos, los sobrinos, los primos, todos iban con películas de 16 milímetros y con álbumes de fotografías para trabajar su memoria.

La infancia del escritor transcurrió en paralelo a la recuperación de su madre. Los parientes la escuchaban leer, los hijos le leían. Le mostraban fotografías y repetían uno por uno en voz alta los nombres de los parientes.

Su madre se embarazó por tercera vez. "Recuerdo a mi hermana dando sus primeros pasos y mi mamá diciendo que qué hermosa niña, como si fuera ajena".

Una mañana venturosa, en el desayuno, dijo simplemente: "Yo ya me acuerdo". "¿De qué?", preguntó su esposo. "Pues de todo. Bueno, de casi todo".

Jorge se aprovechaba de los vacíos. Hacía y deshacía y se justificaba: su madre le había dado permiso.

El establishment familiar era católico, apostólico y romano. Tenía tres tíos jesuitas, un lasallista y una tía monja. Por eso no cayó bien su primer libro -La soledad del silencio. Microhistoria del Santuario de Atotonilco-, una denuncia de los ejercicios espirituales de San Ignacio.

Cuando Jorge tenía14, los Hernández se afincaron de vuelta en Guanajuato. De la escuela mixta en Washington pasó a una de hombres. Al muchacho le urgía dejar el acento gringo y sentirse mexicano. Con ese propósito, decidió hacerse torero. 17 veces se vistió de luces y 17 veces se sintió desnudo, expuesto y fracasado.

Sus compañeros se burlaban de él. Le decían bailarina porque se paraba sobre las puntas. Le decían maricón y se reían de su traje embarrado al cuerpo y de sus medias color de rosa. Por ese tiempo comenzó a leer. Arrancó con El Principio del Placer, de José Emilio Pacheco. Y por ese tiempo también perdió la fe.

***
Este hombre está colmado de talentos. Empezó economía y se graduó en ciencias sociales, en el ITAM. Es historiador por la UNAM (discípulo de Luis González y González), candidato a doctor en historia por la Complutense, novelista, cuentista y ensayista. Conduce programas de radio y televisión y además dibuja y es un extraordinario imitador, como fue su padre, que parodiaba para la XEW.

__¿Eso es un don? ¿Se nace con habilidad para imitar o se desarrolla?
__Es una enfermedad, la verdad. Escuchas una voz que te llama la atención y surge el impulso, luego modulas la tuya para clonarla. Pero atrás de eso, creo que está el deseo de ser otro. Yo por eso escribo. En papel, me enfrento a quien quieras.

En los noventa, Jorge F. Hernández trabajaba en la Secretaría de Hacienda. Dejó su empleo y vendió el coche. Quería estudiar en Europa. Tras un tropiezo en París, llegó a la capital española durante la feria de otoño. Rafael de Paula iba a torear y tenía que verlo. Ahí se quedó y terminó "Compañeros de Cortés, una biografía de la Conquista de México", su tesis doctoral. Le faltó defenderla, pero se le cruzaron el matrimonio y la paternidad. Volvió a trabajar en la Hacienda de Pedro Aspe, redactando discursos. "Poco después empecé a escribir cuentos y a imaginar que en realidad me quería dedicar a esto".

En 1997, su novela La Emperatriz de Lavapiés quedó finalista en el Primer Premio Internacional de Novela Alfaguara.

__¿Cuánto te cala no haberlo ganado?
__En sana conciencia, me alegro de que no porque en ese momento me hubiera quemado los 175 mil dólares en un mes. Hubiera emborrachado al mundo. Y también en sana conciencia, creo que lo voy a ganar. No sé cuándo, pero me lo voy a llevar. Estuve muy cerca y sé que hubiera sido un campanazo, porque era mi primera novela.

Hernández perdió el premio pero ganó un gran amigo: Eliseo Alberto, quien sí se embolsó el Alfaguara.

En la FIL del año pasado, presentó 23 libros. Es personaje habitual en estos eventos. Y tiene éxito. El público lo aclama. Los autores y los editores lo quieren.

__¿No temes, visto que eres un escritor prolífico, que este personaje te engulla?
__Sí. En realidad, yo soy el escritor. Sacrifico mucho tiempo que debería dedicar a mis libros, pero todo está supeditado al día a día.

__¿Este personaje hace más dinero que el escritor?
__Sí, desde luego. El showman aporta varios montoncitos. Espero que no pase de un año que el escritor supere en ingresos al otro.

En su estudio, donde trabaja por las noches en un cuento, un ensayo y una nueva novela (Un pupitre en la luna), todo a la vez, me muestra cajas con sus inéditos. "He publicado la mitad de lo que escribo", dice.

__¿Eres lo que quieres?
__Lo estoy siendo. Me volví gerundio, ahora que lo pienso. Creo más en amando que en amar, creo mucho más en escribiendo que en lo escrito; creo en caminando, en hablando, en conversando. En ese aspecto, me he vuelto más escritor.


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