Victor Manuel Perez Valera

No debe sancionarse ni acotarse la objeción de conciencia

Los grandes problemas de nuestra época no se van a solucionar con el solo recurso a las leyes y preceptos jurídicos.

El pasado 16 de enero desafiando el frío y al coronavirus, más de 20 mil personas se manifestaron en París a favor de la objeción de conciencia sanitaria (médicos y personal de salud). La objeción de conciencia es la negativa a obedecer una ley o un mandato de autoridad, por considerar que lesionaría gravemente las más íntimas y profundas convicciones y ninguna legislación debería acotar.

En el capítulo primero de su Política, Aristóteles señala que, a diferencia de los animales, el ser humano no debería caer en el comportamiento gregario, más aún, no debería abdicar de lo más íntimo y propio del ser humano: la conciencia, la cual es fundamento de la ética, “el ser humano posee la percepción de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto, y otras cualidades semejantes... por lo que se constituye la familia y la polis”. En el autoexamen, en efecto, descubrimos los contenidos básicos de la conciencia, estos orientan nuestra vocación y destino, la llamada a la existencia, las condiciones del progreso auténtico y el sentido de nuestra vida. Montesquieu, también afirmaba rotundamente que “la ciencia sin conciencia no es sino la ruina del hombre”, y podríamos añadir, la ruina de la humanidad.

Los grandes problemas de nuestra época no se van a solucionar con el solo recurso a las leyes y preceptos jurídicos. Se pueden multiplicar las normas jurídicas, pero si no se actúa conforme a la conciencia no vamos a construir un mundo más humano y más justo, tal como reza el aforismo del pueblo romano: “quid leges sine moribus”, para qué sirven las leyes sin las costumbres éticas.

Más aún, para formar la conciencia no basta la ética, es necesario tomar en cuenta la moral religiosa como lo admiten grandes filósofos contemporáneos: Hans Küng, Apel y Habermas, entre otros. Con razón, el artículo primero de la Constitución de la República Federal Alemana aludía a la doble dimensión de la responsabilidad: “la responsabilidad ante Dios y ante los hombres”. En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y hacer el bien y evitar el mal. (GS).

En el supremo nivel de la conciencia descubrimos el mundo de la moralidad y de la auto-identidad, como afirma Bernard Lonergan: “depende de nosotros decidir lo que vamos a hacer de nosotros mismos, cuando nos enfrentamos decididamente al reto de ese descubrimiento, cuando nos apartamos del grupo de los que van a la deriva, porque estos todavía no se han encontrado a sí mismos”. En pocas palabras, no han descubierto la conciencia auténtica, sino que tienen una conciencia masificada.

Otra falsificación de la conciencia sería la conciencia unidimensional, que se caracteriza por fomentar “el orden establecido”, sin cuestionarse si en realidad están fomentando el desorden. Esta conciencia conformista no busca la superación y puede convertirse en conciencia legitimadora de valores mistificados, manipulada por ideologías y fanatismos de todo tipo, que podrían llevar a la intolerancia y hasta el terrorismo. Contra estas abdicaciones de la conciencia, surge el fenómeno de la objeción de conciencia que procede de la dignidad de la persona, y no por cobardía, miedo o capricho.

La conciencia recta fundamenta los derechos humanos, la “ley verdadera, la recta razón —que según Marco Tulio Cicerón— es conforme a la naturaleza universal, inmutable, eterna, cuyos mandatos estimulan al deber y cuyas prohibiciones alejan del mal. (La República III, 17). Como un eco de este principio moral, Einstein afirmaba: “nunca hagas nada contra tu conciencia, aunque te lo pida el Estado”, contrario a lo que proclamaban los gobiernos fascistas como el de Mussolini “el Estado es la conciencia de las conciencias”.

Es importante no caer en el autoengaño, ya que engañar a Dios es imposible, engañar a otro puede ser un ilícito penal y/o moral y engañarse a sí mismo la peor estupidez. Por consiguiente, es de suma importancia buscar con honradez y sinceridad la formación de la conciencia recta y confrontarse críticamente con los valores fundamentales, como el respeto a la vida y guiarse por una de las virtudes cardinales más importantes, la prudencia, que según Chesterton impide que las demás virtudes se vuelvan locas y caigan en la desmesura.

En suma, la libertad de conciencia acota las leyes, estas no acotan la libertad, sobre todo cuando las leyes son arbitrarias y deshumanizantes. En la obediencia del ser humano a su conciencia radica la grandeza del hombre. La conciencia es el criterio decisivo y último de la moral.

COLUMNAS ANTERIORES

Jesucristo el Logos: Logoterapia espiritual
En el país de los eternos hielos

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.