La elección de ministros, magistrados y jueces llevada a cabo este año mostró una larga serie de problemas, primero, para que ciudadanas y ciudadanos pudieran votar con pleno conocimiento de lo que elegían y, segundo, para llevar a cabo su organización con las debidas garantías de integridad. Esto derivó de la ligereza con que el procedimiento se legisló y de la intención de que, en ella, una mayoría relativa de electores pudiera definir la totalidad de los electos. La continuidad de este tipo de elecciones requiere, en consecuencia, una revisión profunda de sus características.
Someter al voto popular la elección de jueces de distrito y magistrados de circuito exigió que cada votante se informara sobre las características profesionales de docenas de candidatos, de entre los cuales deberían seleccionar hasta 10 para cada posición y que, adicionalmente, aspiraban a ocupar cargos de muy alta y diversa especialización, con cuyo desempeño la inmensa mayoría de los ciudadanos jamás tendría ningún tipo de vínculo; pensemos, por ejemplo, cuántas personas alguna vez tendrían que tratar con un juez de apelaciones en materia de telecomunicaciones.
Como resultado, no sólo la inmensa mayoría de los electores optó por no votar –siete de cada ocho–, sino que quienes sí acudieron a sufragar dejaron en blanco cerca de 30% de los votos que podían emitir. En estas dos elecciones, muy especialmente en la de jueces de distrito, el voto de cada quien tuvo un peso sumamente diferenciado. Quienes lo ejercieron en estados de alta concentración de tribunales, pudieron definir a un número muy superior de cargos que quienes lo hicieron en estados de baja concentración de estos órganos. De esta forma, algunos ciudadanos tuvieron la posibilidad de votar por un número mucho mayor de juzgadores que otros, pese a que los electos potencialmente tomarían decisiones que afectarían a todos. Así, no todos los electores dispusieron de la misma capacidad de decisión. La fórmula básica de la democracia electoral, “un ciudadano, un voto”, quedó muy lejos de ser satisfecha.
Estas condiciones son insuperables a futuro, dado que siempre deberá haber tribunales muy especializados con los que la mayoría de los ciudadanos jamás tendrían que tratar y cuyas funciones específicas no tendrían por qué conocer al grado de poder diferenciar entre un buen y un mal profesional que pretendiera ocupar los cargos correspondientes. La experiencia de la pasada elección deja claro que la elección popular es un mecanismo muy deficiente para seleccionar a estos juzgadores y que lo más sensato es que lo sean por órganos judiciales superiores, a partir de criterios técnicos.
En cuanto a la elección de los tribunales electorales, el problema fundamental de someter su designación al voto popular es que, inevitablemente, las preferencias partidistas se ven reflejadas en cualquier proceso electoral, aun cuando la participación de los partidos políticos por sí mismos esté proscrita. Los partidos expresan afinidades políticas amplias de la sociedad, y éstas no cesan ante la ausencia de aquéllos en las campañas electorales. Se imprime así a la designación de juzgadores electorales un inevitable sesgo de parcialidad partidista, no sólo indeseable, sino del todo inaceptable en quienes habrán de dirimir conflictos entre los propios partidos.
Por lo que respecta a la elección de magistrados del Tribunal de Disciplina Judicial y de ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, su principal obstáculo fue la complejidad de la emisión de votos múltiples en cada boleta. Esto se podría solucionar con mecanismos en los cuales cada elector emitiera un solo sufragio para cada órgano, tal como se hace en la elección de los órganos legislativos. Esto se podría lograr de la mejor manera a través de la postulación de listas nacionales de candidatos, definidas por los propios aspirantes en función de su visión de la tarea judicial, y eligiéndose por representación proporcional. En su defecto, bien que, con otros problemas, el país podría dividirse en demarcaciones electorales judiciales, en cada una de las cuales se eligiera a un solo magistrado o ministro, por mayoría relativa.
Una elección organizada sobre estas bases resultaría mucho más clara para quien vota, al tiempo que permitiría una mayor vigilancia pública y agilidad en el cómputo de los votos en todo el país.
