México apesta, un país lleno de heridas abiertas con muchas ya gangrenadas y en putrefacción. Una sociedad enferma es parte de ese cuerpo que supura pus y se degrada cada vez más. No puede haber muerte para un país, pero sí una agonía crecientemente dolorosa, la continuidad de la degradación ante la impotencia de millones de ciudadanos mientras que muchos optan por buscar una mejor vida en otros horizontes. Estados Unidos, Canadá o España, entre otros, ya no solo reciben a quienes se aventuran desde la pobreza, sino a los pudientes que vuelan directamente a su nuevo hogar con visas obtenidas por medio de importantes inversiones.
El país en forma de cuerno de la abundancia, entre los más importantes del mundo por su tamaño, esa economía que tanto prometía como emergente, aparte del impresionante potencial que encerraba como vecino de Estados Unidos. Recursos naturales en abundancia, aparte de una diversidad climática singular, con bellísimas playas, intrincadas selvas y extensos desiertos. Una riqueza cultural impresionante, fruto de una mezcla que produjo música, pintura y gastronomía singulares y admiradas. Un país de muralistas, charros cantores, chile y tortillas. El país con más hispanoparlantes del planeta, ese acento que se hizo familiar en toda América Latina y España igual por las canciones que por las producciones cinematográficas y de televisión. Los mexicanos estaban orgullosos de su pasado y confiados en un futuro con la promesa de ser dorado.
Un país ahora conocido por el crimen organizado y por ser un matadero. Los mexicanos se reían de la muerte, ahora esta los visita con frecuencia, enlutando cada mes a miles de hogares. Los gobiernos anteriores vieron explotar el crimen; el actual claudicó unilateralmente ondeando una bandera blanca y ofreciendo “abrazos, no balazos”. Una rendición sin honor ni pudor que ha visto a los criminales ocupar descaradamente el lugar que la autoridad les dejó vacante. Miles de vidas, como lo cantó José Alfredo, pasaron a valer nada y terminaron llorando.
No es solo la degradación social por el crimen, sino la transformación del racismo y clasismo en instrumentos políticos para alimentar el odio y la polarización. El color de la piel y la clase social explotados incansablemente por el propio presidente de la República para dividir al país, abriendo un abismo entre los propios mexicanos. Lo que antes estaba medianamente oculto fue sacado a la luz, no para curarlo, sino ampliarlo y explotarlo.
Un país con una clase política que ha agregado el cinismo a la ratería. La corrupción era un cáncer, pero medianamente controlado por leyes e instituciones. Ahora la robadera campea con descaro. El ejemplo establecido por el titular del Ejecutivo es claro: roba y al mismo tiempo grita que eres honesto. Saquea las arcas de la nación mientras dices que vas a necesitar una pensión del ISSSTE para envejecer en tu ranchito con dignidad. Ante toda exhibición de la podredumbre que impera en el gobierno, saca el pañuelito blanco y grita: “nosotros somos diferentes”.
Así con las leyes. El Presidente es el primero en vanagloriarse que las pisotea, en burlarse cuando se exige que las cumpla. Es el mismo cinismo que al permitir la robadera: lo hago porque la ciudadanía me extendió un cheque en blanco y no dudo en hacer lo que se me da la gana, al diablo con las instituciones que no pueda doblegar o destruir.
El presente construye el futuro, y el de México es continuar la putrefacción.