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El país de la muerte

La de México es una guerra desigual en la que por un lado está la población inerme y desprotegida; por el otro, grupos con toda clase de armamento y sin escrúpulos para usarlo.

A todas las familias mexicanas enlutadas a manos del crimen organizado.

La muerte violenta como normalidad, la desaparición de una persona como rutina. Un país en que lo organizado es el crimen y el gobierno manifiesta abiertamente su rendición cada día. Civiles o militares, lo importante es su pasividad. Hay periodistas que informan sobre lo que ocurre, y los matan. Hay madres que buscan a sus hijas desaparecidas o denuncian a aquellos que las asesinaron, y las matan. A hombres o mujeres en la política que por algo estorban a los criminales, los matan.

La muerte es la alternativa fácil que un criminal endurecido siempre tiene a su alcance para lidiar con un problema, por menor que éste sea. Pasará a alimentar la estadística del día, uniéndose a docenas que también habrán sido asesinados durante esas horas. Y se sumarán en la semana, el mes, el año. Alguna circunstancia quizá los hará un poco más notables, por su edad, género, profesión o alguna otra circunstancia. Ocuparán brevemente el espacio en las noticias, en las redes sociales, para desaparecer tras un espacio corto de tiempo, que otros muertos demandarán el sitio. No hay lugar para todos porque simplemente no caben.

Es una guerra distinta en que por un lado se tiene a una población inerme y desprotegida, por el otro a grupos con toda clase de armamento y sin escrúpulos para usarlo. Son las víctimas de un gobierno que no se cansa de presentar su humillación como estrategia, en que el presidente de la República proclama que se trata de abrazar a los delincuentes porque también son seres humanos.

“Nosotros somos diferentes” es una frase que repite mucho Andrés Manuel López Obrador. Con respecto a los muertos, es absolutamente cierta: son el resultado de su vana esperanza de que un día los grupos criminales se pondrán de acuerdo y dejarán de matarse entre ellos, al tiempo que también matan a otros que por algo les estorban. Ningún gobierno anterior ofreció doblarse como estrategia, el dejar de enfrentar la violencia con la ingenua expectativa de que entonces esta iba a desaparecer.

El crimen organizado expande sus tentáculos porque el Estado ha claudicado abyectamente. La extorsión se ha convertido en una actividad impresionantemente lucrativa en que los dueños de cualquier negocio son exprimidos al máximo de acuerdo con su aparente prosperidad. Si el gobierno no otorga seguridad, un criminal la ofrece. No hay establecimiento demasiado pequeño, y en algunos casos los criminales hasta se adueñan del mismo. Por supuesto, siempre está la muerte como el incentivo más potente para convencer a aquellos reacios a entregar el pago correspondiente. Igual se mata a un empleado que al dueño para mostrar que la cosa va en serio. Quien se supone que detenta el monopolio de la fuerza ya se hizo a un lado y le dejó libre el espacio para operar a placer, con la única restricción pudiendo venir de otro grupo criminal. Por supuesto, la pelea por ese negocio de sacarle dinero a un negocio se resuelve a balazos, faltaba más.

La única certeza para los años venideros es la acumulación de más muertos, porque la estrategia no cambiará. El Presidente ya tiene una respuesta contundente ante el fracaso: su estrategia es un éxito, pero enfrenta la terrible herencia del pasado. Los muertos de mañana son culpa de los gobernantes de ayer. Que su sexenio será el que más fallecidos y desaparecidos acumule será la continuación de una tendencia. Seguirá siendo el país de la muerte.

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