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Un Presidente rehén de sí mismo

López Obrador, el bloqueador de calles, pirómano de pozos petroleros, marchista incansable, enseñó muy bien el camino que hoy tantos siguen.

Como candidato sembró vientos y ahora cosecha tempestades. A Andrés Manuel López Obrador se le desmorona el país entre las manos debido a su ineptitud económica, autoritarismo político, una sociedad resquebrajada por la polarización que alimenta cada día y un crimen fuera de control.

El amo de la extorsión política se identifica con aquellos que hoy lo chantajean y es incapaz de confrontarlos como gobernante. El apasionado de proclamar que la justicia está por encima de la ley no se enfrenta con aquellos que violan a la segunda escudándose en la primera. El presidente López es el principal rehén de los herederos del candidato López.

El jefe de Estado ha llevado al gobierno a abdicar en sus funciones, sobre todo en seguridad. Pensó que podría transar con los numerosos grupos criminales y lograr una pacificación (relativa) ofreciendo no meterse en sus actividades. La idea era que las diversas mafias algún acuerdo alcanzarían entre ellas, mientras cesaba la violencia con las Fuerzas Armadas y policiales. La oferta era que desde el primer día habría abrazos, no balazos.

Como tantos planes de AMLO, un diagnóstico ingenuo y errado devino en una estrategia desastrosa. Puede hablarse en materia de seguridad y gobernabilidad de un Estado fallido o, más bien, de una competencia entre Estados, en que mafias detentan el poder sobre ciertos territorios, con el (obligado o cómplice) visto bueno de las autoridades electas.

López Obrador, el bloqueador de calles, pirómano de pozos petroleros, marchista incansable, incitador de no pagar al Estado por sus servicios (como la electricidad en Tabasco) enseñó muy bien el camino que hoy tantos siguen. En su circo le crecieron los enanos, y hoy lo confrontan. Quizá tuvo la ingenuidad de pensar que aquellos, que le aprendieron las mañas, lo respetarían como presidente. Ha descubierto, a su pesar, que le muestran tantas consideraciones como las que él mostró hacia Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto.

Tuvo razón AMLO al aducir que la mejor política exterior es la política interior. Por ello causa hilaridad entre sus homólogos. El demagogo autoritario que abraza al dictador Díaz-Canel no puede presentarse (con credibilidad) como un demócrata que habla de la autodeterminación de los pueblos. Quien no se atreve siquiera a mandar a la fuerza pública a liberar una caseta de carretera o una vía de tren despierta incredulidad cuando exige con petulancia que Estados Unidos “levante el bloqueo” a Cuba.

Como tantos dictadores bananeros, el tabasqueño es soportado, no respetado. Sus reclamos a Estados Unidos y España son registrados mientras que reciben la mejor respuesta posible en las circunstancias: una estudiada y fría indiferencia, habitualmente por medio del silencio diplomático. Ni Joe Biden (o Kamala Harris) ni Pedro Sánchez (o Felipe VI) tienen el tiempo o interés de enredarse con las tonterías que con abundancia emanan de Palacio Nacional.

AMLO tiene sus juguetes caros e inútiles, destacadamente un aeropuerto al que nadie querrá volar o una refinería de la que no saldrá en su sexenio una gota de gasolina. En eso tira el dinero y cree que eso, junto con pontificar, mentir y pelearse en las mañaneras, es gobernar. El otrora borracho es ahora un cantinero incapaz de meter orden entre los alcoholizados que destrozan el establecimiento. Maniatado por el pasado, el personal y el de sus manías históricas, es rehén de sí mismo mientras México es la víctima colateral del secuestro.

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