Rolando Cordera Campos

De recuperaciones y optimismos

Entre el norte poderoso y el sur ansioso, se dice que México puede entrar a una era de prosperidad social, sostenida en una economía dinámica y renovada.

Con todo y las alentadoras noticias sobre la economía, conviene saber que la recuperación llevará tiempo, no exento de veleidades y adversidades que pueden contradecir el buen humor actual.

Ciertamente, una recuperación cercana al 3.0 por ciento no es despreciable, pero no puede decirse que por sí misma pueda “jalar” al cuerpo productivo y económico en general y gestar una dinámica diferente y mejor a la que ha primado por más de tres décadas; menos aún si como llama la atención Dora Villanueva en La Jornada (8/08/23) el gasto público se rezaga en áreas prioritarias.

Me parece que más que festinar cifras y desempeños de un arranque tortuoso, como sin duda ha sido éste, se deben calibrar y poner en perspectiva los alcances que un crecimiento de esta naturaleza puede tener sobre el conjunto de la sociedad y sobre las complejas interrelaciones que el país ha tejido con el norte de América. Si bien parece venir de allá el grueso de la inversión directa de la “mano” de la relocalización industrial, algunos observadores advierten, con cautela, que mucho puede esperarse de los emprendimientos originados en China.

Así, todo parece volverse geopolítica y disputa hegemónica, donde poco margen tenemos para maniobrar, salvo navegar al calor del viento amigo y mantener añejas tradiciones sobre las soberanías y el respeto de las naciones. Hacer política internacional en pro del multilateralismo debería ser tarea del gobierno, pero sin un presidente interesado en ello poco es lo que nuestros diplomáticos pueden hacer. Empero, de lo que sí podemos estar seguros es de que la gran ola migratoria del sur seguirá creciendo.

La globalización abrió mercados, movió capitales y permitió libertades mayúsculas a las empresas transnacionales para ubicarse en los espacios del mundo con tranquilidad, pero no auspició el salto productivo estructural necesario para el crecimiento de sociedades asoladas por la pobreza y la postración, donde se alojan millones de personas que, cada día con mayor determinación, optan por la emigración como una forma subversiva de ajustarse a los nuevos mundos pero, sobre todo, abandonar los panoramas de desolación y abandono en que han vivido.

Nosotros somos cruce de unos caminos que se vuelven escenarios de explotación criminal y, en cualquier momento, retorno del empobrecimiento. Pero es con esas poblaciones que México tiene que visualizar su traslado a las nuevas plataformas que ofrece la irrupción de una globalización que pretende ser distinta a la que parece estar abandonando el escenario que ayer dominaba con absurda arrogancia hasta topar con las crisis sucesivas hasta la pandemia.

Entre los dos grandes océanos y entre el norte poderoso y el sur ansioso, se dice que México puede entrar a una era de prosperidad social, sostenida en una economía dinámica y renovada. Para no poner en riesgo equilibrios tan costosamente alcanzados, la sociedad tiene que asumir lo que sus dirigencias se han obstinado en negar por lustros: para mejorar se requiere una economía pública fuerte y flexible, capaz no sólo de afrontar sus enormes déficits, sus carencias ignominiosas y sus injusticias fehacientes sino poder crear las condiciones para aprovechar el cambio estructural como el que ahora se promete.

Una economía pública, capaz de construir y de proveer los bienes públicos indispensables para que todas las comunidades que conforman la nación puedan reproducirse e inscribirse en oleadas de cambio, no puede ni siquiera ser imaginada con el aparato estatal prevaleciente. Requerimos un Estado saludable política e institucionalmente, por ello capacitado para promover consensos y acciones cooperativas entre sectores y grupos sociales. Inimaginable sin recursos provenientes de la contribución efectiva de todos, con criterios de equidad y justicia fiscal y social, que programe sus gastos y transparente sus acciones y políticas y que, sin ambages, contribuye en un ejercicio de planeación nacional que empiece por un programa nacional de inversiones para dar sustento y sentido a la recuperación.

En otras palabras: sin un Estado activo, dispuesto a participar en el proceso de acumulación, no habrá recuperación verdadera; tampoco la habrá sin el concurso comprometido de la empresa y el capital en empeños de renovación e innovación.

Habrá que ver si a la recuperación le sigue un crecimiento sostenido, y si la imprescindible reforma estatal da paso a un efectivo fortalecimiento de los gobiernos y arranca un nuevo episodio de transformación y desarrollo como el que nos llevó a una modernidad inconclusa, pero rica en realizaciones. Nada puede darse por resuelto.

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