Cronopio

La economía en alfileres

La autodenominada “cuarta transformación” no contiene un modelo económico alternativo. Al menos, no hasta ahora, asegura Roberto Gil Zuarth.

México ha iniciado un período de decrecimiento económico. El INEGI reportó recientemente una contracción del 0.1% del PIB (el valor de todos los bienes y servicios producidos por la economía mexicana) respecto a su nivel en 2018. Es el primer dato negativo desde la macro crisis financiera global de 2008-2009. A diferencia de lo acontecido hace una década, el mal desempeño de la economía no se debe a un shock externo, sino que es resultado de decisiones internas de gobierno. Al manejo presidencial de la economía, o para ser más precisos, al entorno de incertidumbre que el propio Presidente ha provocado con sus erráticas políticas y sus muchos caprichos.

En campaña, el presidente López Obrador ofreció un ritmo de crecimiento anual superior al 4% del PIB. El eje de su narrativa fue, precisamente, que el modelo económico de las últimas tres décadas había fracasado doblemente: ni crecimiento, ni mejor distribución de la riqueza. La obsesión neoliberal por el crecimiento –repetiría recurrentemente el carismático candidato– habría servido de coartada para que el Estado se desentendiera de corregir las desigualdades sociales y, peor aún, para concentrar la riqueza en una minoría, a través de privatizaciones, monopolios inducidos desde el poder, privilegios fiscales y, por supuesto, corrupción. Tocó una fibra socialmente sensible que probablemente le reportó un buen puñado de votos: la democracia capitalista que se instaló en la transición y se continuó en las dos alternancias, no había hecho crecer el pastel ni hacer más grandes las rebanadas. En una suerte de vuelta pendular hacia el "desarrollismo" de los setenta, el nuevo Presidente sugería un cambio estructural de modelo: mayor presencia promotora del Estado en la economía para detonar el crecimiento y, simultáneamente, mayor intervención pública para cerrar las brechas de la pobreza, la marginación y la desigualdad.

La autodenominada "cuarta transformación" no contiene un modelo económico alternativo. Al menos, no hasta ahora. Por el contrario, es una mala combinación entre ortodoxia macroeconómica, clientelismo presupuestal y voluntarismo de gestión. El obstinado cruzado contra la gelatinosa sustancia del "neoliberalismo", de esa doctrina económica que postulaba que la riqueza se genera cuando el Estado se reduce a su mínima expresión, es en realidad un alumno destacado del conservadurismo fiscal: nada de aumento de impuestos, déficit bajo, inflación controlada, deuda moderada. En efecto, el nuevo gobierno no ha alterado los equilibrios macroeconómicos de la economía, pero tampoco ha recurrido a la política fiscal para repartir de manera más justa las cargas y las oportunidades, como podría esperarse de un gobierno nominalmente de izquierda. El grueso de sus decisiones económicas se ha concretado básicamente en reasignaciones del gasto público para financiar programas de esencia clientelar, lo cual dista mucho de implicar un cambio de modelo económico. Esos programas están diseñados para cultivar la fidelidad de bases electorales, muy lejos de la oferta ética de activar el ascensor de la movilidad social. Las palancas de promoción económica del Estado, como la inversión pública productiva, se han atrofiado en una rutina de gestión caprichosa, vacilante, ingenua, ridículamente personalista. En el candor voluntarista del Presidente, la política económica del país se dicta todos los días en las mañaneras, al calor de las obsesiones de siempre y los ímpetus de la ocasión.

No hay nuevo modelo económico, ni crecimiento al 4%, ni más justa distribución de la riqueza. Ninguna reforma o política de las hasta ahora emprendidas, delimitan una alternativa al modelo ensayado en las últimas décadas, por más que el Presidente se empeñe en repetir que la larga noche del neoliberalismo ha quedado atrás. Por el contrario, lo que parece reinstalarse aceleradamente es una mala versión del estatismo económico que provocó sacudidas sexenales sistémicas: monopolios públicos, control de precios, gasto clientelar, empresas públicas obesas, sacralización de las vocaciones primarias de la economía, sindicalismo de Estado, etcétera.

La economía mexicana pierde valor por la incertidumbre generada por el nuevo gobierno. No hay todavía un efecto de crisis económica por diversas razones: los mercados aún mantienen la expectativa de un viraje pragmático del Presidente; la política monetaria restrictiva y la elevada tasa de interés han mantenido a raya la inflación y el tipo de cambio; el bajo déficit y la sostenibilidad de la deuda que heredó esta administración han contenido el riesgo país; la renegociación del TLC trajo un suspiro de optimismo; las reformas económicas siguen formalmente vigentes. Si bien los flujos de inversión nacional y extranjera se han desacelerado, no se ha dado una fuga de capitales por una suerte de beneficio de la duda. Una economía, pues, sostenida con los alfileres de la percepción de que el Presidente aprenderá tarde o temprano, asimilará pronto el peso de las restricciones, empezará a escuchar y corregir, moderará los prontos de sus personalidad. Todo lo que jamás hemos visto de López Obrador.

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