Cronopio

El bien mal hecho

El problema central de la gratuidad en la salud es que no tiene fuente de financiamiento.

La protección de la salud en las mejores condiciones posibles de acceso y calidad es un imperativo ético. Sólo desde una inhumana indiferencia hacia el otro, podría objetarse cualquier esfuerzo para garantizar y expandir la realización de ese derecho fundamental, incluida, por supuesto, la gratuidad de los servicios. A diferencia de otras sociedades mucho más individualistas en las que se recrean fuertes objeciones ideológicas y políticas a que el Estado se haga cargo de los más vulnerables, en nuestro país afortunadamente se ha arraigado un sentido de solidaridad que ha hecho posible la edificación de un Estado de bienestar actuante, ciertamente aún precario. No hay en nuestro contexto público, al menos de forma visible, posiciones que cuestionen la intervención del Estado o la canalización de recursos para paliar el dolor, la enfermedad, la pobreza o la exclusión de los desafortunados. Y eso, sin duda, es un buen síntoma de la resistencia de nuestro tejido social, a pesar de las violencias, las tensiones de clase y las enormes injusticias históricamente acumuladas. Pero también, implica un enorme reto de política pública no sólo para sostener las responsabilidades sociales del Estado, sino para distribuir justamente las cargas que las posibilitan.

El problema central de la gratuidad en la salud es que no tiene fuente de financiamiento. Hace un par de décadas, Stephen Holmes y Cass R. Sunstein develaron los entretelones de una obviedad: los derechos cuestan dinero y, por tanto, su efectividad depende de cuántos recursos aporta la sociedad para asegurar su cumplimiento. De ahí que no baste con consagrar en textos legales esas "pretensiones importantes" o potenciar en papel sus alcances. Se requiere crear y sostener al aparato estatal encargado de protegerlos. Eso supone inevitablemente imponer sacrificios, asignar cargas, elegir en contextos de escasez, ponderar las alternativas en función de las odiosas restricciones. Una sociedad que se tome en serio los derechos debe encontrar, a través de la técnica, la mejor relación entre medios limitados y aspiraciones infinitas, entre recursos disponibles y necesidades apremiantes. Debe decidir cuánto aporta cada uno a los fines colectivos en proporción a sus posibilidades, en el entendido de que, al final de cuentas, todos pagan, directa o indirectamente, en el presente o en el futuro. La justicia social, diría Rawls, es el resultado dinámico de un sistema de cooperación equitativo, eficiente y productivo que se puede mantener a través del tiempo, de una generación a la siguiente, para que los menos aventajados puedan alcanzar un esquema de libertades igual o mejor al más extenso disfrutado por cualquier miembro de la comunidad política. Un sistema social que mejora la vida de unos sin empeorar la de otros.

Tal y como está configurado, el Insabi no es una arquitectura sostenible para hacer efectivo el derecho humano a la salud. Eliminar la aportación de las familias beneficiarias sin una fuente alternativa y estable de financiamiento, compromete la capacidad de atención de los actuales derechohabientes y, peor aún, la viabilidad futura del sistema. Reproduce la misma vulnerabilidad que padece nuestro incipiente Estado de bienestar y que sólo se podrá resolver a través de una reforma fiscal profunda: cada obligación que adquiere el Estado debe pagarse con el esfuerzo tributario de los mexicanos. Lejos de una solución estructural, la gratuidad de la salud a través del Insabi es un bien mal hecho: la caprichosa centralización del sistema de protección a la salud para supuestamente hacer más con los mismos recursos. Otra vez la cantaleta de que la concentración del gasto en la federación elimina de tajo la corrupción y genera, como consecuencia directa del cambio de manos del dinero, las suficientes disponibilidades para alcanzar todos los objetivos. La ruptura simbólica con el pasado para generar apariencia de transformación, a costa de la frágil condición de las personas. Una hueca satisfacción de un derecho vital.

La creación del Insabi no es otra cosa que la centralización por la puerta de atrás, de la función de protección a la salud de las personas sin seguridad social. Un paso adicional en la concentración del poder, ahora del poder de curar. La pistola en la sien a los estados para que entreguen a la federación la infraestructura, el personal, los servicios, pero sobre todo el vínculo de dependencia que se genera entre el poder y los vulnerables. El cambio de rótulos de todos los hospitales, clínicas y dispensarios que se desplegaron bajo la institución del Seguro Popular, a una marca que reporte nuevas ganancias de legitimidad para el Presidente. La trampa de la insostenible gratuidad cuyo fracaso será trasladado a todos los que se resisten, con razón, a la nueva obcecación presidencial.

El tejido de solidaridad de una sociedad se rompe cuando la distribución de intereses, cargas o derechos no produce un equilibrio reflexivo, es decir, un consenso compartido de lo que a cada uno toca por deber o como oportunidad. En la percepción de injusticia, ya sea por una aspiración insatisfecha o un deber desproporcionado, surge esa otra forma de populismo: la que niega el activismo estatal en la compensación de las desventajas y cuestiona la imposición de sacrificios personales para velar por las necesidades de los próximos. Por eso, hacer el bien exige más que la voluntad de bien: es la sabiduría institucional de generar derechos no por decreto, sino en los hechos.

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